martes, 25 de enero de 2011

Baruch Spinoza

Su ética se inscribe en una variedad de las denominadas éticas teleológicas. Establecen que las acciones humanas han de juzgarse de acuerdo con el télos, fin o meta, y ello no implica necesariamente que este fin consista siempre en el placer, bienestar o felicidad.

Baruch Spinoza (1632-1677) parte de un hedonismo psicológico, declarando que es ley universal de la naturaleza humana que nadie descuide aquello que le parece bueno, a no ser por la esperanza de mayor bien (Tratado teológico político), lo cual adquiere no obstante tintes pesimistas que le aproximan al puritanismo kantiano, como cuando afirma que “cada cual está preso de su propio placer”.

En cualquier caso, el planteamiento spinoziano difiere notablemente del de Kant, por cuanto comparte las tesis de los ilustrados griegos que le precedieron y de los pensadores posteriores a él, herederos de la ilustración francesa y escocesa.

Afirmará así mostrando una inquebrantable fe en la capacidad de empatía y solidaridad de los seres humanos que “la verdadera felicidad, la beatitud, consiste sólo en el goce del bien y no en la satisfacción de todos los restantes. Si alguno se juzga más feliz porque tiene privilegios de que están privados sus semejantes y porque se vio favorecido por la fortuna, ignora la verdadera felicidad, la beatitud” (Tratado teológico político, cap. III).

Lo que se trae en juego la humanidad es, precisamente, para Spinoza, conseguir prevenir y evitar las pasiones insolidarias y expandir las solidarias de modo que se prefiera la utilidad de todos a las ventajas particulares.

La diferenciación que establece entre siervo, hijo y súbdito radica justamente en que el siervo sólo atiende a los intereses del poderoso y el hijo sólo obedece a la autoridad paterna, mientras que el súbdito hace “lo que es conveniente para el interés común y por tanto para él”.

Dondequiera que miremos desde las utopías renacentistas hasta los anarquistas clásicos, nos tropezamos insistentemente con esta proclamación casi universal: busquemos el goce solidario, gocemos con el goce ajeno.

Desde Platón, Aristóteles o Cicerón en la Antigüedad clásica hasta nuestros días: la felicidad colectiva es compatible con la libertad y la excelencia individual. La generosidad es el puente que ofrece regalos y da sentido y plenitud a la vida.

Como afirma explicítamente Nietzsche -en teoría oponente radical del hedonismo ético-, “yo amo a aquel cuya alma se prodiga y no quiere recibir agradecimiento ni devuelve nada; pues él regala siempre y no quiere conservarse a sí mismo”.

El alegato de Spinoza a favor de la pasión generosa en ética es el que indica que “la felicidad no es un premio que se otorga a la virtud, sino la virtud misma y no gozamos de ella porque reprimamos nuestras concupiscencias sino que al contrario podemos reprimir nuestras concupiscencias porque gozamos de ella” (Spinoza, Ética, proposición XLII).

Es precisamente esta generosidad en el goce compartido que tanto algunos autores contemporáneos tanto neokantianos como neoutilitaristas han dado en marginar bajo el rótulo de deberes supererogatorios (es decir, excesivos y no exigibles), lo que confiere a las éticas teleológicas clásicas su mayor atractivo.

Pensemos si no en Hölderlin (1770-1843) y en su mensaje transmitido con hondura y belleza: “Me gusta imaginar el mundo como una vivienda familiar en que cada cosa, sin siquiera pensar en ello, se adapta a las demás, y donde cada uno vive para el placer y la alegría de los otros precisamente porque así le nace del corazón”. O en otro autor muy distinto como Malatesta (1853-1932), quien proclamará que cada ser humano sabe que los interes individuales se hallan directamente insertos en las instituciones sociales decide obrar de acuerdo con el principio de la mayor felicidad para el mayor número.


La polémica más popular en el ámbito de la ética normativa es la que tiene lugar entre las corrientes teleológicas y deontológicas, al parecer arrinconadas las vetustas disputas entre éticas formales o materiales, éticas de bienes y de valores, nomenclatura que ha caído en desuso.

En un sentido amplio toda ética que se encuentre debidamente inmunizada y saneada de elementos espúreos y ajenos a la filosofía está llamada a ser una ética teleológica o, por lo menos, una ética consecuencialista (una variedad contemporánea del teleologismo ético clásico) que toma al ser humano, su bienestar y su desarrollo como fin o meta, y que, por supuesto, presta consideración a las consecuencias globales que se derivan de las acciones. Algunos autores de nuestro entorno, como José Ferrater Mora, Quintanilla o Mosterín, se han declarado partidarios de las éticas teleológicas.

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