lunes, 24 de enero de 2011

la racionalidad estratégica y la racionalidad consensual-comunicativa

En esta medida, la distinción ideal-típica de Habermas entre la coordinación consensual-comunicativa de la acción y la coordinación estratégica depende, en realidad, siempre del presupuesto de que la racionalidad no-estratégica de la primera pueda ser básicamente demostrada como racionalidad por la racionalidad del discurso. Pues sólo en este nivel de la metacomunicación libre de la carga de la acción pueden, al mismo tiempo, ser incluidas, con las vinculaciones de intereses, también las prevenciones dogmáticas de la comprensión comunicativa en el sentido de los trasfondos de certeza del mundo vital. Por ello, además, es una de las características teórico-comunicativas del discurso libre de la carga de la acción el que a este nivel, en todo caso la aceptación de las pretensiones de validez del discurso libre de la carga de la acción el que a este nivel, en todo caso la aceptación de las pretensiones de validez del discurso que va más allá de la pura comprensión lingüística, no debe ser incluida entre el fin o efecto ilocucionario del discurso; pues aquí tiene que ser puesta en tela de juicio y fundamentada racionalmente la fuerza vinculate de las pretensiones de validez, que normalmente funciona. Dicho brevemente: el estar libre de la carga de la acción del discurso es la condición y el medio de una libre disposición de la racionalidad del discurso al servicio de la posible solución de conflictos de la praxis vitaal exclusivamente a través de la satisfacción consensual o justificación de las pretensiones de validez del discurso humano.

La posibilidad y necesidad del paso del actuar comunicativo al discurso argumentativo, que se acaban de esbozar, sobre todo desde el punto de vista del discurso, no pueden ser entendidas como un paso, que dependa de un acuerdo, hacia un juego especial de cooperación sobre la base del libre albedrío y del prudente cálculo de utilidades del actuar estratégico. Por ello, esta concepción de la teoría de los juegos, a la que hemos recurrido basándonos en Ilting, tan sólo puede dar cuenta de un aspecto suprficial del fenómeno ya que, en caso contrario, podría demostrarse una autocontradicción pragmática del argumentante. Pues cada cual que analiza esta cuestión es necesariamente ya un argumentante y, en esta medida, nopuede tomar en cuenta seriamente una alternativa, relevante desde el puto de vista de la teoría de la decisión, a la participación en el discurso. (Naturalmente, la justificación “esotérica” de la concepción del discurso como un juego cooperativo con reglas aceptables o no aceptables reside en que el afectado puede decidir todavía en el nivel de la obligatoriedad institucional si desea o no participar en un seminario o en una discusión públicamente organizada. Sobre esto habré de volver más adelante).

Dicho brevemente: no se puede ir más allá del discurso en un sentido trascendental, y por esa razón, sus reglas no pueden ser consideradas ni como meras convenciones ni como “imperativos hipotéticos” en el sentido de Kant, es decir, como reglas prudenciales fundamentables técnico-instrumentales o estratégicamente, al servicio de la realización de un fin contingente, motivado por el autointerés. Más bien, el cumplimiento del principio de transubjetividad de las reglas de la formación argumentativa del consenso constituye un tipo sui generis de racionalidad que, en tanto siempre cumplidos por el pensamiento, no puede ser ya referido por el mismo pensamiento a las reglas si-entonces de la racionalidad estratégico-instrumental.

Págs. 85-87.

Ahora bien, ¿cuál es la posibilidad de inferir de la demostración de la racionalidad no estratégica del discurso también la existencia de una racionalidad ética (una razón práctica legisladora en el sentido de Kant) ¿No es, más bien, la circunstancia de que las reglas del discurso de todas maneras tienen que se obedecidas por el pensamiento válido una objeción en contra de la posibilidad de que aquí pueda encontrarse el fundamento racional para la justificación de normas aplicables al actuar real y a sus conflictos de intereses? Aquí uno podría responder con la siguiente contrapregunta: ssuponiendo que se considere como posible una fundamentación racional de la ética: ¿Cómo habría de ser posible una fundamentación sin regreso al infinito de una ética racional, como no sea a través de a demostración reflexiva de que la razón en tanto tal, de acuerdo con su estructura comunicativa, tiene que haber aceptado ya siempre un principio ba´sico racional de ética? Me parece que efectivamente en una demostración de este tipo (que es posible en el momento en que la filosofía trascendental deja de estar presa en los límites del solipsismo metódico de la filosofía de la conciencia) reside la única posibilidad de reconstruir de una manera puramente filosófico-trascendental y en esta medida justificar, la idea -en Kant presupuesta todavía metafísciamente- de una razón autónoma, moralmente legisladora, que a priori está referida a una comunidad de seres racionales con igualdad de derechos en tanto seres de fines en sí mismos.

En Kant todavía no se establece ninguna relación a nivel filosófico-trascendental entre el “yo pienso” “que tiene que poder acompañar todas mis representaciones” y el “reino de los fines” en tanto la comunidad éticamente decisiva de seres racionales autónomos. La libertad qua autonomía de a razón moralmente legisladora todavía no está fundamentada filosófico-trascendentalmente -por ejemplo, como condición de sentido del pensamiento que argumentar- sino metafísicamente: como posibilidad inteligible sobre la base de la teoría de los dos mundos y como realidad a postular a partir de la validez, que no puede ser ya fundamentada, de la ley ética como “hecho de la razón”. Esta situación se modifica decisivamente cuando se muestra que el pensamiento intersubjetivamente válido, en tanto ligado al discurso, tiene ya la estructura del discurso. Ahora, a través de la autorreflexión trascendental del “yo pienso”, se puede demostrar que con la estructura del discurso: se presupone una -en principio ilimitada- comunidad de seres racionales finitos y la también ilimitadamente universaliable reciprocidad de las pretensiones (es decir, de los intereses o necesidades argumentativamente sostenibles) y de la competencia de examen de los argumentos; brevemente: se presupone una comunidad de comunicación ideal contrafácticamente anticipada en la comunidad de comunicación real.

Con esto, se reconoce la capacidad de lograr el consenso de la comunidad de argumentación ideal, ilimitada, como idea regulativa de la validez intersubjetiva, tanto de argumenots relevantes desde el punto de vista teórico como de los con relevancia ético-práctica.

Naturalmente, para esta demostración se presupone que uno está dispuesto a llevar a cabo la autorreflexión -no sicológica- a la que aquí se hace referencia.Y en mi opinión, quien acepta inmediatamente limitaciones pragmáticamente necesarias o funcionales de la temática relevante y diferenciaciones entre participantes más o menos competentes, como características esenciales del discurso, no está dispuesto a una reflexión trascendental de los presupuestos discursivos de su pensamiento. Pues todas las limitaciones pragmáticas del apriori de la igualdad básica de derechos de todos los miembros del discurso y de la en principio ilimitada tematizabilidad de los intereses vitales en el discurso necesitan a su vez una justificación que en principio presupone que las razones pueden contar con el consenso de todos los afectados (al igual que en Kant la constitución de un Estado presupone no de facto pero sí de acuerdo con la idea regulativa, la voluntad unificada de todos los ciudadanos). Debido a la indicada introducción -en principio presupuesta como susceptible de lograr el consenso de todos los afectados- de cualificaciones de las condiciones o reglas del discurso, pragmáticamente necesarias o funcionales, se constituye desde luego el carácter de un juego cooperativo, que es indispensable para el discurso real (institucionalizable), como una empresa especial, teleológico-racional, en el mundo.

Pág. 88-90.

Pero, ¿hasta qué punto pueden ser consideradas las reglas indicadas de la reciprocidad uiversalizada de una comunidad ideal de comunicación como normas básicas en el sentido del principio de racionalidad ético de una fundamentación posible de normas prácticamente aplicables? Una vez más quisiera volver a la objeción según la cual a nivel del discurso libre de la carga de la acción todavía no pueden haber deberes o normas éticamente relevantes. Y quisiera conceder en principio lo siguiente:

Efectivamente, de manera inmediata, a través de la reflexión pragmático-trascendental sobre las condiciones normativas del discurso libre de la carga de la acción, no es posible derivar normas concretas, referidas a la situación, como son ya siepre presupuestas en el sentido de certeza del trasfondo vital-mundanal en el “actuar comunicativo”. Pero ésta es justamente la condición para que haya que encontrar aquí el principio racional de la fundamentación procesal de normas referidas a la situación en los discursos prácticos que hay que institucionalizar: el principio de la capacidad necesaria de las consecuencias previsibles de las normas que hay que fundamentar, de lograr el consenso de todos los afectados.

El que en este principio procesal formal hemos también ya reconocido siempre una obligación ética, y hasta una norma básica de contenido no empírico, se explica sin embargo por la circunstancia de que en tanto “seres racionales finitos” (Kant) sólo podemos reflexionar sobre las condiciones normativas del discurso libre de la carga de la acción si tenemos en cuenta, al mismo tiempo, su tensión con las condiciones de acciçon de nuestra existencia real. En esta medida, el principio racional de la ética, reconocido en el pensamiento mismo, demuestra su fuerza normativa ya en el nivel de la reflexión sobre la fundamentación última, por ejemplo, como norma que posiblemente impide al pensador solitario, que trata de internalizar el discurso ilimitado de la comunidad ideal de comunicación, el mentirse a sí mismo en aras de un resultado de la reflexión, que en secreto desea.

(En este sentido, no veo por qué, en el nivel del discurso libre de la carga de la acción, la mentira no ha de ser un fenómeno éticamente relevante sino simplemente absurdo o simplemente disfuncional. Por el contrario, considero que sólo a nivel del discurso -en la medida en que el individuo está referido a la comunidad ideal de comunicación contrafácticamente anticipada- el omitir la mentira, es decir, la veracidad incondicionada, es un “deber indispensable” en el sentido de Kant. En cambio, el no mentir -o la veracidad como disposición ilimitada de información- es a nivel del “actuar comunicativo” un deber básicamente limitado, tal como se verá claramente en lo que sigue).

Pero, en mi opinión, la respuesta propiamente dicha a la cuestión acerca de la función ética de la racionalidad discursiva reside en que ella contiene el principio o la metanorma procesal de la fundamentación de las normas en los discursos prácticos. Esto significa que la función ética de la racionalidad discursiva puede hacerse valer sólo en un procedimiento de dos gradas para la fundamentación de las normas. En el nivel pragmático-trascendental de la fundamentación racional última, resulta sólo el principio procesal formal de la ética discursiva, que en tanto idea regulativa, promueve la averiguación y la transmisión puramente discursiva de los intereses de todos los afectados, que son sostenibles como pretensiones. Justamente esto -ni más, ni menos- hemos reconocido necesariamente como argumentantes sinceros. La prueba reflexiva al respecto reside en que no podemos, en tanto argumentantes, objetar esta exigencia sin caer en una autocontradicción pragmática; y por eso tampoco naturalmente podemos demostrarla deductivamente ya que toda demostración de este tipo tendría que presuponerla en el nivel pragmático de la argumentación. El intento de objeción podría rezar de la siguiente manera: “Yo sostengo con esto (=propongo como susceptible de lograr consenso universaal en la comunidad ideal de comunicación) el que no todas las normas discursivamente fundamentables -inclusive las limitaciones discursivas pragmáticamente funcionales- tengan que ser susceptibles de lograr consenso universal”.

Todavía hoy puede tener sentido y hasta ser necesario anticipar los ordenamientos de la convivencia que son susceptibles de lograr consenso deibdo a las condiciones de la vida humana, en proyectos globales de sistemas normativos no sólo jurídicos sino también morales. Pero, desde el punto de vista de la racionalidad discursiva de la ética, en principio, todo proyecto global de un sistema normativo puede ser considerado sólo como una contribución a la formación de consenso sobre normas en el nivel de la “opinión pública razonante” (Kant). Y, naturalmente, a este nivel el filósofo o el teólogo tiene, en principio, el mismo derecho de voto que caulquier otro que invoque el derecho a la libertad de opinión. Especialmente, en este nivel -dentro de lo posible bajo condiciones no distorsionadas del discurso- tiene que ser presentado el conocimiento de los expertos con respecto a las condiciones reales de las normas iponibles que a menudo son decisivamente importantes en la época de la ciencia y la técnica.

Karl-Otto Apel, Estudios éticos, ibid, págs. 90-92.

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