lunes, 24 de enero de 2011

el Estado y su simbolismo

La cuestión es sobre quién volcar el odio: ¿lo volcamos sobre el propietario industrial o sobre el Estado? Esa es la cuestión. Hoy día nace además una nueva clase dirigente -aunque no gobernante, pero sí clave del organigrama último de las sociedades postdesarrolladas- que es la clase de los tecnólogos. ¿Qué hacemos con esta clase, en tanto que no es dirigente todavía, ni lo será? Mas bien parece que sigue siendo el Estado con todo su poder, y las organizaciones supraestatales que sin negar la soberanía se suman a él, el que merece y se lleva el odio de todo el mundo. Entonces pasa lo que siempre ha pasado, que pesa el subconsciente del Estado. Y ¿cuál es este?

Habría que hablar también de cierta funcionalidad simbólica que guarda el derecho respecto al Estado, estos cuerpos simbólicos que responden a creencias que están ancladas en hondos valores y basamentos de la cultura, y en la sedimentación del lenguaje y de la lengua, a traves de la madre o la lengua materna, y que dan, no obstante, una estructura territorial y unidad al territorio, y los cuales vendrían representados por la Bandera, el símbolo de la Corona, o el sistema de estado, y el imperium o la potestas de estos cuerpos del estado. Son principios que cumplen la funcionalidad de dar unidad e integridad territorial, así como universalidad al discurso racional o político, además se rigen por sistemas democráticos, de una opinión pública crítica y de su aceptabilidad consensual racional.

El discurso político y moral del lenguaje diríamos que no se queda en aspiraciones meramente de funcionalidad sino que aspiraría a la finalidad de la justicia y a criterios y principios de justicia en último término, es por ello que puede cumplir esta finalidad de optimización de las instituciones del derecho pero está también pretendiendo confluir en la realización plural de la justicia, así como de las pretensiones individuales mediante la adecuación de la norma objetiva convertida en conciencia subjetiva real.

Estos cuerpos simbólicos estatales tienen la funcionalidad que recuerda a la memoria colectiva, y sirven a la formación de la racionalidad del discurso, por objetivación, es decir, por “modelización”, por la simple presentacion física de la realidad, por eso son más fáciles de detectar y como objetos de volcar sobre ellos el odio o la gloria, y se homologan por su “repetición”, donde el discurso se racionaliza de este modo. Esto pasa también en el mundo de propietario industrial hoy día, a traves de la Publicidad, con sus símbolos siempre nuevos, de alguna forma se recuerdan y se olvidan unos objetos a otros, porque todos los días se proponen nuevos objetos, y se canaliza así el deseo de la gente y del público y es una forma de prestarle atención al objeto de consumo y de publicidad, es una forma de idealización e idolatración, que capta el objeto por el “objeto de deseo”. Realmente cumple la misma función que el objeto simbólico del Estado.

Pero todo ello tiene también su parte distrófica si cumple una finalidad espúrea, sirviendo a intereses no generales y esto se consigue por “entificación” del objeto y por la “logificación” del propio discurso.

En el régimen absolutista de la España de la dictadura se produjo una logificación del discurso cuando se utilizaban símbolos y se entificaba la realidad con entidades abstractas y no reales; se pierde así la coherencia racional y la universalidad del discurso, y la funcionalidad que cumple este discurso logificado es simplemente la de servir al mantenimiento del “estatus quo” establecido.

Pero siempre existirá un cuerpo de funciones simbólicas que sirven, sobre todo, para los principios que sí son universales y fundamentales del Estado, tales como la preservación de la paz y seguridad ciudadanas, y que preservan las instituciones de la democracia y sus valores, sobre la que se debería poner hoy día más atención, creo yo. En buscar sistemas mejores, técnicos y modernos, para la representación ciudadana, así institucionalizada. El problema es cuando se tergiversa el discurso simbólico, se monopoliza, no permite la racionalidad ni el pluralismo político, la pluralidad de las diferencias ideológicas, entonces es cuando se pervierte la misma realidad de la racionalidad del discurso y se absolutiza y dogmatiza. Esto es lo que determina la funcionalidad ideológica y no neutral de ciertos discursos políticos sectarios. Una mínima ética universal es la que está, hoy día, en el fundamento de los discursos democráticos de los Estados modernos, y lo sería de una ética participativa de la formación de la opinión pública, en que está implícita en ella la funcionalidad ideológica del derecho, es decir, no la niega, pero como hemos dicho el discurso del derecho se restablece a sí mismo, sirviendo a los intereses generales y actualizando esta base de su discurso a través de su estructura participativa y universal.

Como diría Cioran, a la pregunta de ¿sobre quién volcar el odio? Mejor “odiarlo todo”, de modo que el objeto de nuestro odio sea más grande que el mismo odio, de este modo no se puede abarcar y se inutiliza porque se queda sin objeto. Hemos construido de repente un problema psicológico y moral, del que es difícil salir, pues si no descargamos nuestra ira y nuestro odio y la reprimimos en nuestro inconsciente, éste nos puede traicionar en cualquier momento y lo hacemos con la persona que tiene la menor culpa, como suele suceder, con la más débil, pues el cerebro se convierte en una auténtica bomba de relojería cuando se reprime la violencia.

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