lunes, 24 de enero de 2011

la democracia asociativa, las tres dimensiones

La democracia asociativa, las tres dimensiones de la democracia.

La primera dimensión de la domocracia asociativa es la soberanía popular, la que implica una relación entre la comunidad o el pueblo en su conjunto y los distintos funcionarios que forman su gobierno. La democracia asociativa exige que el pueblo -y no los funcionarios- gobierne. Los eslóganes revolucionarios que demandaban la igualdad en el nacimiento de la democracia moderna en el siglo XVIII tenían esa clase de igualdad en mente: el enemigo de la democracia, entonces, era el privilegio hereditario o de casta. La concepción mayoritaria también demanda la soberanía popular, pero la define no como una relación entre el pueblo en su conjunto y sus funcionarios, sino como el poder del mayor número de ciudadanos posible para imponer finalmente sus políticas.

La segunda dimensión de la democracia asociativa es la igualdad de los ciudadanos. En una democracia los ciudadanos son, además de colectivamente soberanos, partícipes como individuos en las contiendas que deciden en forma colectiva. Esa igualdad exige que los ciudadanos participen como iguales. La clara importancia de esta dimensión de la igualdad se hizo evidente sólo tardíamente en la historia de la democracia, cuando el hecho de que el pueblo en su conjunto, más que algún monarca o déspota, debía tener el poder final de gobierno dejó de ser una cuestión controvertida. De todas formas, continuó estando poco claro cómo ese poder colectivo debía ser distribuido entre los ciudadanos individualmente, esto es, a quién debía permitírsele votar y hablar en los distintos procesos a través de los cuales las decisiones políticas colectivas eran adoptadas y se formaba la opinión pública y la cultura Existe hoy un acuerdo en las democracias modernas en cuanto a que, en principio y con muy pocas excepciones, todos los ciudadanos maduros deben tener un impacto igual en cuanto al voto. La concepción mayoritaria de la democracia insiste en la igualdad de sufragio porque sólo de esa forma puede esperarse que las elecciones midan la voluntad de la mayor cantidad de ciudadanos. La concepción asociativa también insiste en la igualdad de sufragio, pero requiere que los ciudadanos sean iguales no sólo como jueces del proceso político, sino también como participantes en él. Esto no significa que cada ciudadano deba tener la misma influencia sobre las opiniones de los otros ciudadanos. Es inevitable y aun deseable que algunos tengan mayor influencia, ya sea porque sus voces resultan particularmente convincentes o emotivas, porque son especialmente admirados, porque han dedicado sus vidas a la política y al servicio público o bien porque han construido sus carreras en el seno del periodismo. La especial influencia que se gana en alguna de las formas enunciadas no es en sí misma incompatible con la concepción asociativa de la democracia.

En una sociedad con una enorme desigualdad de riqueza y de otros recursos, algunos ciudadanos tendrán una oportunidad mucho mayor de ocupar cada una de estas posiciones de encumbrada influencia sólo porque son más ricos y esto es, de hecho, un insulto a la igualdad de los ciudadanos. Pero no podría ponerse fin a esta desigualdad más general sino a través de una vasta redistribución de la riqueza y de lo que ella conlleva. La desigualdad más específica que otorga influencia a los ricos sólo porque ellos pueden hacer frente a grandes contribuciones en favor de políticos podría ser llevada a su fin -o minimizada- a través del simple expediente de los límites impuestos a los gastos.

(Al contrario, la democracia no podría triunfar en su tercera dimensión, la que será introducida en el párrafo siguiente, si no favoreciera una influencia especial en al menos algunos de estos ámbitos). Pero la democracia asociativa resulta menoscabada cuando ciertos grupos de ciudadanos no tienen ninguna (o tienen sólo una profundamente disminuida) oportunidad de luchar a favor de sus convicciones, porque carecen de los fondos necesarios para competir con donantes ricos y poderosos. Nadie puede considerarse plausiblemente a sí mismo como socio en la empresa de autogobierno cuando queda fuera del debate político a causa de su incapacidad para ahcer frente a un derecho de admisión grotescamente alto.

La tercera dimensión de la democracia es el discurso democrático. La acción genuinamente colectiva requiere interacción: si el pueblo va a gobernarse colectivamente, de una manera que haga a todos y cada uno de los ciudadanos socios en la empresa política, entonces éstos deben deliberar juntos como individuos antes de actuar colectivamente, y la deliberación debe centrarse en razones a favor y en contra de esa acción colectiva, de manera que los ciudadanos que sean derrotados en una cuestión puedan estar satisfechos de haber tenido la oportunidad de convencer a los demás -pese a no haber tenido éxito en su intento-y no sentir que meramente han sido sobrepasados numéricamente. La democracia resulta incapaz de proporcionar una forma genuina de autogobierno si los ciudadanos no son capaces de dirigirse a la comunidad en una forma y en un clima que fomenten la atención a los méritos de lo que dicen. Si el discurso público es restringido por la censura, o sólo intenta distorsionar u oscurecer lo que las otras dicen, entonces no hay autogobierno colectivo ni empresa colectiva de ninguna clase, sino sólo un mero recuento de votos equiparable a una guerra.

Esta breve reseña de la democracia asociativa constituye, por supuesto, una triple idealización. Ninguna nación ha logrado -ni podría lograr- un control perfecto de sus funcionarios por parte de sus ciudadanos, una igualdad política perfecta entre éstos ni un discurso político no contaminado por la irracionalidad. Los Estados Unidos no cuentan con una soberanía popular completa, pues su gobierno cuneta todavía con amplios poderes para mantener en la oscuridad lo que no desea que nosotros, como ciudadanos, conozcamos o sepamos. Por su parte, no gozamos de una igualdad completa porque el dinero, que está injustamente distribuido, tiene una influencia demasiado grande en la política. Ni siquiera tenemos un discurso democrático respetable, ya que nuestra política se encuentra más cerca de la guerra que he descrito anteriormente que de una discusión cívica. No obstante, debemos tener ese ideal tripartito en mente al juzgar, como debemos hacer ahora, cuál es el papel que, según la concepción asociativa, puede ser sensatamente asignado a la Primera Enmienda para el perfeccionamiento de la democracia a fin de lograr por lo menos acercarla un poco más al inaccesible modelo puro mencionado.

Ronald Dworkin, Virtud soberana, la teoría y la práctica de la iguadad, ed. Paidós, Barcelona, 2003, Pág. 393-396

No hay comentarios:

Publicar un comentario