lunes, 24 de enero de 2011

la ciudadanía social y política, como relación política

La ciudadanía como relación política, que lleva un vínculo entre un ciudadano y una comunidad política, parte de una doble raíz -la griega y la romana- que origina, a su vez, dos tradiciones, la republicana, según la cual, la vida política es el ámbito en el que los hombres buscan conjuntamente su bien, y la liberal, que considera la política como un medio para poder realizar en la vida privada los propios ideales de felicidad. Ambas tradiciones, a su vez, se reflejan en dos modelos de democracia que recorren la historia, con matices diversos, y que se alinean bajo los rótulos “democracia participativa” y “democracia representativa”. Cierto que un buen número de participacionistas rechazarían esta última distinción, afirmando que también ellos entienden que el poder político se ejerce a través de representantes y no de forma directa, cosa imposible e indeseable, y que lo que les distingue frente a otros modelos de democracia es su afán de fomentar la participación ciudadana. Mientras que otros modelos se contentarían con que los representantes elegidos se ocupen de la vida pública, dejando a los ciudadanos que se recluyan en su vida privada, el participacionista insiste en aumentar los cauces de participación ciudadana desde los ayuntamientos y desde las subunidades federales o autonómicas. Todo ello con el objetivo de lograr que en verdad la democracia sea el gobierno del pueblo y no sólo, como en el representacionismo puro, el gobierno querido por el pueblo. En este sentido la propuesta participacionista más radical de nuestro momento es la que ofrece Benjamin Barber en su libro “Strong Democracy”, en el que apuesta sin restricciones por la participación directa como única forma de evitar las patologías de la democracia liberal o débil: el auténtico ciudadano es quien participa directamente en las deliberaciones y decisiones públicas.

(Pág. 42-43).

El advenimiento de la jurisprudencia traslada el concepto de “ciudadano” del polites griego al civis latino, del zoón politikón al homo legalis. La ciudadanía es entonces un estatuto jurídico, más que una exigencia de implicación política, una base para reclamar derechos, y no un vínculo que pide responsabilidades. De alguna forma liberalismo y republicanismo prolongarán cada una de las dos tradiciones, aunque en nuestros días ninguna se mantenga en estado puro. La “fusión de horizontes” de que hablaba Gadamer, la fusión de diversas tradiciones, es una realidad que no hace sino acentuarse con el tiempo y el “hibridismo”, del que yo misma he hablado, suele ser la forma de cualquier teoría relevante. Ninguna teoría de la ciudadanía relevante está dispuesta a prescindir de los derechos subjetivos, a los que hace acreedora la ciudadanía legal, ninguna rebaja la importancia de la deliberación en los asuntos públicos. En este sentido, resultan paradigmáticas las nociones de ciudadanía de Rawls y Habermas, la primera de las cuales insiste en el valor de las libertades civiles y políticas y reclama la participación ciudadana a través del ejercicio de la razón pública, mientras que la “teoría deliberativa de la democracia” de Habermas toma del modelo liberal la defensa irrenunciable de los derechos subjetivos, y del modelo republicano, la importancia del poder comunicativo, único capaz de legitimar la vida política.

Adela Cortina, Ciudadanos del mundo, Alianza Editorial, 2005, págs. 54 y sig.

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