lunes, 24 de enero de 2011

La ciudadanía social, del Estado de bienestar al Estado de justicia

Cuando la historia de un concepto comienza en Grecia hace al menos veinticuatro siglos, no es raro que venga cargado de un conjunto de connotaciones difíciles de sintetizar en una definición. Y sin embargo, un camino parece útil para lograrlo. En este sentido, el concepto de “ciudadanía” que ha venido a convertirse en canónico es el de “ciudadanía social”, tal como Thomas H. Marshall lo concibió hace medio siglo. Desde esta perspectiva, es ciudadano aquel que en una comunidad política goza no sólo de derechos civiles (libertades individuales), en los que insisten las tradiciones liberales, no sólo de derechos políticos (participación política), en los que insisten los republicanos, sino también de derechos sociales (trabajo, educación, vivienda, salud, prestaciones sociales en tiempos de especial vulnerabilidad). La ciudadanía social se refiere entonces también a este tipo de derechos sociales, cuya protección vendría garantizada por el Estado nacional, entendido no ya como Estado liberal, sino como Estado social de derecho. Sin embargo, históricamente ha sido el llamado “Estado de bienestar”, del que hemos disfrutado sobre todo en algunos países europeos, la figura que mejor ha encarado el Estado social y mejor ha contribuido, por tanto, a reconocer la ciudadanía social de sus miembros. Lo cual ha sido sin duda un gran avance, pero que hoy no deja de tener sus problemas, porque el Estado del bienestar ha entrado en crisis y las críticas que a él se dirigen, como figura histórica, están afectando también a la posibilidad de un Estado social que satisfaga las exigencias de la ciudadanía social. Ciertamente, satisfacer esas exigencias es indispensable para que las personas se sepan y sientan miembros de una comunidad política, es decir, ciudadanos, porque sólo pueden sentirse parte de una sociedad quien sabe que esa sociedad se preocupa activamente por su supervivencia, y por una supervivencia digna. Pero esto, a mi juicio, puede lograrlo un Estado de justicia, no un Estado de bienestar, por eso asistiremos brevemente al nacimiento y desarrollo histórico del Estado de bienestar, atenderemos a sus críticos, y trataremos de mostrar cómo -a pesar de todo- sigue siendo posible e irrenunciable proteger los derechos sociales, propios de la ciudadanía social, en un Estado de justicia. Y no sólo en nuestro país, sino en una Europa Social, que debería tener por tarea histórica llevar al nivel cosmopolita la ciudadanía social.

El surgimiento del Estado de bienestar.

Si el Estado nacional ha sido el elemento nuclear de la política en los últimos 400 años, la conversión del Estado en “Estado de bienestar” se inicia en las décadas finales del siglo XIX. El primer paso es la creación de un Estado del bienestar en la década de 1880, de la mano de Bismarck, deseoso de contrarrestar al socialismo. Medidas como el seguro de enfermedad, el seguro contra accidentes laborales o las pensiones para la vejez, asumidas por un Estado que hasta entonces sólo había tenido funciones políticas, fomentan el bienestar de los trabajadores y debilitan las reivindicaciones de los menos favorecidos por el sistema. Con lo cual preciso es reconocer que el también llamado “Estado-providencia” más nace por estrategia política que por exigencia ética. Estas medidas claramente paternalistas, que exigen el agradecimiento de quienes las recben, sientan las bases de una política social, que tiene su traducción académica en la Escuela Histórica Alemana y su versión político-económica en la Verein für Sozialpolitik. Otro paso en la configuración de este tipo de Estado es la Welfare-Theorie, representada por obras como las de Pareto y Pigou, que pone las bases de la Escuela del Bienestar, preocupada por los criterios con los que medir y aumentar el bienestar colectivo. En tercer lugar, es el pensamiento keynesiano el que, como plataforma teórica, influye de modo decisivo en la creación del Estado del bienestar. Frente al principio clásico de explicar las variaciones de los precios en términos de cariaciones de dinero, Keynes las explica en términos de demanda, que está a su vez en función de la tasa del desempleo: la insuficiencia de demanda efectiva será paliada por una política de pleno empleo y de redistribución de riqueza, lo cual exige la intervención del Estado en el campo económico y social, frente a la doctrina liberal del laissez faire. Ahora bien, conviene recordar que el reformismo keynesiano tiene una meta bien clara: mantener el sistema capitalista, que podía quedar desmantelado si seguían vigentes los principios de la teoría económica clásica. El último paso hacia el Estado-providencia es el Informe Beveridge, en plena Segunda Guerra Mundial, que trata de afrontar las circunstancias de la guerra y suavizar desigualdades sociales, proponiendo un sistema universal de lucha contra la pobreza que proteja a toda la población frente a cualquier clase de contingencias, incluyendo a percepción de unos ingresos mínimos.

Tras esta evolución el Estado del bienestar se configura con elementos como los siguientes:

1)Intervención del Estado en los mecanismos del mercado para proteger a determinados grupos de un mercado dejado a sus reglas.

2)Política de pleno empleo, imprescindible porque los ingresos de los ciudadanos se perciben a través del trabajo productivo o de la aportación de capital.

3)Institucionalización de sistemas de protección, para cubrir necesidades que difícilmente pueden satisfacer salarios normales.

4)Institucionalización de ayudas para los que no pueden estar en el mercado de trabajo.

Contando con estas claves, a partir de la Segunda Guerra Mundial el gobierno pasa a ser en las democracias un gestor en vez de ser un proveedor. Y a partir de os sesenta empieza a surgir lo que Peter F. Drucker llama el megaestado, ese tipo de Estado que se considera a sí mismo “hacedor adecuado para todas las tareas sociales y todos los problemas sociales”. De donde va surgiendo la idea del Estado fiscal, es decir, la idea de que “no hay límites económicos a los que un gobierno puede gravar o tomar prestado y, por tanto, que no hay límites económicos a lo que un gobierno puede gastar.”

Críticas a la solidaridad “institucionalizada”.

En los últimos tiempos se ha convertido ya en un tópico de la vida política y económica, pero también de la filosofía práctica, afirmar que el “Estado del bienestar” se encuentra en crisis y que es preciso sustituirlo por otra forma de Estado más adecuada a las necesidades de los tiempos “postcapitalistas” que corren. Aducen los estudiosos razones diversas para explicar la etiología de la enfermedad que ha consumido las fuerzas del “Estado benefactor”, y apuntan en ocasiones sugerencias para superar la crisis, más o menos prometedoras. En lo que respecta a la dimensión moral del problema, suelen tales sugerencias producir la sensación entre los lectores y los ciudadanos de que el valor que ha fracasado estrepitosamente es la solidaridad, institucionalizada de algún modo en el Estado-providencia, y que las posibles salidas a la crisis pasan por recuperar aquel “sano egoísmo” que dio lugar al nacimiento y auge del capitalismo. “¡Beveridge ha muerto, viva Adam Smith!” -sería pues la consigna. Porque la solidaridad -viene a decirse de forma más o menos explícita- es una vitud loable cuando la practican los individuos en las relaciones interpersonales, pero cuando los Estados intentan asumirla y encarnarla en las instituciones se producen inexorablemente un paternalismo y un intervencionismo malsanos que acaban por socavar los fundamentos mismos del Estado democrático por razones bien diversas. En principio -según los autores a que me refiero-, porque las democracias modernas nacieron como un medio para defender a los ciudadanos frente a la rapacidad de los gobernantes, poniendo en sus manos el mecanismo del voto que les permite hacer frente a los gobiernos. El Estado benefactor sin embargo desvirtúa este recurso de los ciudadanos frente al gobierno, hasta el punto de que puede usar los recursos económicos de que dispone para “comprar” votos, de suerte que la ciudadanía queda de nuevo a merced de los gobiernos, y además a costa de su propio dinero.

En efecto, como recordamos, las reflexiones de autores como Jeremy Bentham o James Mill sugieren denominar al modelo de democracia que proponen “democracia como protección”, precisamente porque la entienden como un mecanismo político que permite al hombre de mercado defenderse de la rapacidad de los gobernantes. Los hombres -entienden ambos autores- tienen una natural tendencia a apropiarse de cuanto pueden y, si los ciudadanos no dispusieran del mecanismo del voto para defenderse de los gobernantes, estos los despojarían de todos sus bienes. Parece, pues, así las cosas, que si la democracia nació también como un modo de proteger a los ciudadanos frente a los gobernantes, el Estado-providencia elimina los frenos de la democracia originaria y entra “a saco” en aquel ámbito que los individuos se habían reservado como sagrado. El Estado nacional -afirmará Drucker-, que nació para ser el guardián de la sociedad civil, se ha convertido en los últimos cien años en ese megaestado, que se adueña de la sociedad civil, hasta el punto de que el “megaestado” llega a creer que los ciudadanos tienen sólo lo que es Estado, expresa o tácitamente, les permite conservar. La expresión “exención fiscal” es suficientemente expresiva al respecto, ya que da a entender que en principio todo pertenece al estado, a menos que haya sido designado especialmente para ser retenido por el contribuyente. El megaestado degenera, necesariamente, en estado electorero, porque dispone de los medios necesarios para comprar los votos. Habitualmente suele concluirse de análisis semejante que urge recuperar de algún modo la forma liberal del Estado de derecho, que parece ser la alternativa más clara al Estado benefactor, y sustituir, en lo que a valores morales se refiere, la institucionalización de la solidaridad por la promoción de la eficiencia y la competitividad y por el respeto a la libertad individual y a la libre iniciativa. El Estado del bienestar habría ahogado a los individuos en un colectivismo perverso, siendo así que -según estos autores- el individualismo, como paradigma moral, es insuperable; el individuo es la clave de cualquier organización social, política o económica y por eso urge restaurar una suerte de Estado liberal, bien provisto de individuos inteligentes, competitivos, “excelente”, alérgicos a esa mediocridad gris generada por la solidaridad puesta en instituciones: necesitamos -vienen a decir los críticos del Estado del bienestar- ciudadanos creativos más que solidarios; empresarios, más que ideólogos “excelentes” en sus empresas, más que dotados de buena voluntad. Con toda la parte de razón que pueden tener quienes así se expresan, existen -a mi juicio- en lo dicho un buen número de confusiones, que conviene aclarar porque nos jugamos demasiado en ello como para dejarlo en proclamas más o menos provocativas. De hecho, cualquier político que en la vida cotidiana pretendiera arrasar sin mas el vituperado “megaestado” y sustituirlo, sin conservar nada de él, por un Estado liberal construido en exclusiva sobre los pilares de la iniciativa y la competencia, no sólo resultaría regresivo en relación con conquistas sociales ya irrenunciables sino que a la corta o a la larga perdería las elecciones porque hay una dimensión del Estado del bienestar que nadie está dispuesto a tirar por la borda. La jubilación es un derecho reconocido, los ciudadanos consideran esa conquista irrenunciable; como también la de la universalización de la enseñanza y la asistencia sanitaria con cargo a fondos públicos, el sistema de pensiones no contributivas para los incapacitados y algún tipo de ingreso básico o “ingreso de ciudadanía”. En suma: lo que llamamos derechos humanos económicos, sociales y culturales, o bien “derechos de segunda generación”. Los ciudadanos critican, por supuesto, cómo se gestiona la satisfacción de esos derechos, pero no desean perderlos, sino que se gestionen correctamente. Por eso, a mi modo de ver, una crítica al Estado del bienestar que conservara de él lo que de ineliminable tiene -aunque transformándolo, porque la historia no pasa en vano-, debería considerar los siguientes puntos:

1)El Estado de derecho puede revestir formas diversas, entre ellas el Estado liberal de derecho, el Estado social de derecho o el Estado del bienestar; y, aunque en la práctica las dos últimas puedan haberse dado juntas urge -sin embargo- distinguirlas con claridad. Porque si el Estado del bienestar ha degenerado en “megaestado” y, por eso mismo, ha entrado en un proceso de descomposición, los mínimos de justicia que pretende defender el Estado social de derecho constituyen una exigencia ética, que en modo alguno podemos dejar insatisfecha. En efecto, el Estado social de derecho tiene por presupuesto ético la necesidad de defender los derechos humanos, al menos de las dos primeras generaciones, con lo cual la exigencia que presenta es una exigencia ética de justicia, que debe ser satisfecha por cualquier Estado que hoy quiera pretenderse legítimo. La justicia fundamento de un Estado social de derecho no es lo mismo que el bienestar. La primera debe procurarla un Estado que se pretenda legítimo; la segunda han de agenciársela los ciudadanos por su cuenta y riesgo, cada uno según sus deseos y según sus posibles. De ahí que urja aclarar a qué ha de referirse el término “bienestar” que aparece en el artículo 25 de la Declaració Universal de los Derechos humanos de 1948 de forma bien poco afortunada por las consecuencias indeseables que ha tenido su uso y abuso.

2)La protección de los derechos humanos no demanda una institucionalización de la solidaridad, entre otras razones porque la solidaridad no puede institucionalizarse; y precisamente una de las funestas secuelas de su presunta institucionalización en el Estado del bienestar ha sido generar una fuerte alergia contra ella, porque se le imputan erróneamente la mediocridad, pasividad e improductividad de la ciudadanía de los megaestados.

3)El antídoto contra el colectivismo de los países comunistas o de las democracias del “mayor bienestar para el mayor número” no es el individualismo ni el retorno a un liberalismo salvaje, porque el individualismo puro y duro carece de sensibilidad para compadecerse con el Estado social. Ahora bien, puesto que la solidaridad no puede institucionalizarse, será preciso recordar que sólo una sociedad civil motu propio solidaria hace realmente posible un Estado social de derecho. Todo ello exige revisar de nuevo los conceptos de “Estado” y “sociedad cvil”, conceptos que son móviles y no fijos, y ver de qué modo sociedad civil y Estado han de cooperar en la tarea de crear una sociedad libre y justa; asunto del que nos ocuparemos en el capítulo dedicado a la ciudadanía civil.

4)Obviamente en nuestros días, aunque el Estado nacional sigue siendo el núcleo de la vida política, es imprescindible situar su acción en ese contexto transnacional y mundial en el que realmente juega y, frecuentemente -como sabemos-, con las cartas marcadas.

El Estado social: una exigencia ética.

El Estado liberal, como comentamos al final del capítulo anterior, se compromete a garantizar la libertad de los ciudadanos, pero sobre todo entendida como independencia con respecto a los demás ciudadanos, de ahí que pretenda presentarse como un instrumento neutral, garante del libre juego de los intereses económicos, identificado con la defensa de la legalidad. Desde esta perspectiva, el Estado liberal renuncia a cualquier implicación “material” y se preocupa por establecer claramente los límites con una sociedad civil, que no se ocupa sino de satisfacer sus intereses individuales sin que el Estado interfiera en ella. Por contra, la auténtica clave de esa otra forma de Estado social de derecho consiste en incluir en el sistema de derechos fundamentales, no sólo las libertades clásicas, sino también los derechos económicos, sociales y culturales: la satisfacción de ciertas necesidades básicas y el acceso a ciertos bienes fundamentales para todos los miembros de la comunidad se presentan como exigencias éticas a las que el Estado debe responder. Y es desde esta exigencia ética básica desde la que cobra su sentido que se difuminen los límites entre sociedad civil y Estado y que este último vea como tarea legitimadora suya también la protección de los derecos de la segunda generación -los derechos económicos, sociales y culturales-, lo cual le obliga a convertirse en Estado interventor. Llegados a este punto, quisiera mantener -con otros autores- la distinción entre Estado social de derecho, que respondería a exigencias ético-políticas, y su encarnación histórica en un Estado del bienestar de cuño keynesiano, que tiene también por móvil el empeño en fomentar el consumo para mantener la acumulación capitalista.

En efecto, según Francisco Laporta, entre otros, en el surgimiento del Estado social concurren dos tipos de justificación: una de tipo ético, que consiste en percatarse de que la satisfacción de ciertas necesidades fundamentales y el acceso a ciertos bienes básicos exige la presencia del Estado bajo formas diversas; y otra que surge por criterios de eficiencia económica. La acumulación capitalista que necesitaba la gran sociedad anónima exige la producción en masa y, por tanto, la expansión indefinida de la demanda interna, lo cual parece imposible sin una distribución relativa de los recursos en forma de salarios, y sin la presencia del Estado en la economía como regulador de la distribución, como productor e incluso como consumidor. La justificación ética da lugar al Estado social, que venía gestándose por distintos caminos desde mediados del siglo XIX al menos, y la justificación también económica da lugar al Estado del bienestar. A mi juicio, si bien ambos se han dado unidos en la práctica, ls exigencias éticas del Estado social siguen siendo irrenunciables, sea cual fuera el mecanismo apto para satisfacerlas, mientras que el segundo está en crisis y tal vez en buena hora porque, como haremos más adelante, conviene distinguir entre “justicia” y “bienestar”.

Ahora bien, en cualquier caso, lo que no es de ley por parte de quienes detentan el poder político es anunciar que el Estado del bienestar está en crisis, afirmar a continuación que el Estado social sigue siendo una exigencia ética y, por lo tanto, que el Estado sigue necesitando intervenir para satisfacer los derechos de la segunda generación, y utilizar de nuevo esta su intervención ineludible por exigencias éticas con fines “electoreros” espurios, es decir, de compra de votos. Ciertamente resulta bien difícil determinar qué es una exigencia de justicia, hasta dónde llega el “mínimo decente” que una sociedad debe cubrir. Pero si existe voluntad política de descubrirlo y de dejar en un segundo plano motivaciones electoralistas, resultará bastante más sencillo y, sobre todo, el Estado funcionará de forma legítima. Tergiversar ambas cosas, dar gato -Estado del bienestar electorero- por liebre -Estado social de derecho- no puede tener a la larga sino dos resultados: perder legitimidad por no cumplir la función propia del Estado social y perder credibilidad por parte de los votantes que, a la corta o a la larga, se percatan de la añagaza. Creer que los ciudadanos son siempre tontos no es una política legítima, pero tampoco inteligente. Por eso urge denunciar las patologías del Estado del bienestar y sugerir para el futuro posibles “recetas” que no sean mortales también para las exigencias éticas del Estado social. Tirar al niño con el agua sucia de la bañera ha sido, y sigue siendo, no sólo una estupidez sino también una atrocidad.

Institucionalizar los mínimos de justicia, no de bienestar.

Ciertamente la crítica al Estado fiscal es hoy un lugar común. Desde el punto de vista económico, no parece ser el intervencionismo estatal la medida más adecuada para reactivar la riqueza; y desde la perspectiva social, un estado paternalista no fomenta a la larga sino la pasividad de los ciudadanos. Parece, pues, que el Estado del bienestar, degenerado en megaestado, en Estado fiscal y por ultimo en “Estado electorero” es hoy incapaz de encarnar en la realidad social al menos dos de los valores éticos que han sido el estandarte de la Modernidad: la igualdad y la libertad. La igualdad, porque la intervención estatal a distintos niveles ha sido un freno para la productividad, y de ahí que en nuestro momento pensadores y políticos de distinto signo vean el aumento de la productividad como el único camino incluso para lograr una sociedad más igualitaria. Y en lo que hace a la libertad, porque el megaestado no sólo ha traspasado la barrera de la libertad negativa (de la independencia individual), sino que también ha arrebatado en realidad a los ciudadanos su libertad positiva, es decir, su autonomía, a través de una presunta institucionalización de la solidaridad. En efecto, el megaestado, con la excusa de lograr el mayor bienestar del mayor número, alegando para ello motivos de solidaridad, ha asumido con respecto a los ciudadanos una actitud paternalista, que tiene sin remedio nefastas consecuencias.

El paternalismo consiste -recordemos- en imponer determinadas medidas en contra de la voluntad del destinatario para evitarle un daño o para procurarle un bien, y está justificado cuando puede declararse que el destinatario de las medidas paternalistas es un “incompetente básico” en la materia de que se trate y, por lo tanto, no puede tomar al respecto decisiones racionales. Esta es en definitiva la justificación de cualquier despotismo ilustrado, en el que el gobernante cree conocer sobradamente en qué consiste el bien del pueblo, mientras que éste es a sus ojos un incompetente básico en la materia. Concluir de estas premisas que al paternalismo de los gobernantes corresponde la convicción de que los ciudadanos no son autónomos, sino heterónomos, no parece un despropósito sino, por el contrario, perfectamente coherente. De ahí que pueda decirse que, no sólo el despotismo ilustrado, sino también el Estado benefactor, generan ciudadanos heterónomos y dependientes, con las consiguientes secuelas psicológicas que ello comporta. Porque el sujeto tratado como si fuera heterónomo acaba persuadido de su heteronomía y asume en la vida política, económica y social la actitud de dependencia pasiva, económica y social la actitud de dependencia pasiva propia de un incompetente básico. Ciertamente reivindica, se queja y reclama pero ha quedado incapacitado para percatarse de que es él quien ha de encontrar soluciones, porque piensa, con toda razón, que si el Estado fiscal es el dueño de todos los bienes, es de él de quien ha de esperar el remedio para sus males o la satisfacción de sus deseos.

Puede decirse pues que el Estado paternalista ha generado un ciudadano dependiente, “criticón” -que no “crítico”-, pasivo, apático y mediocre. Lejos de él queda todo pensamiento de libre iniciativa, responsabilidad o empresa creadora. Como se ha dicho, es éste un ciudadano que prefiere ser funcionario a ser empresario, prefiere la seguridad al riesgo. Sin embargo, y siendo esto cierto, lo que resulta injusto es cargar estas nefastas herencias del megaestado a la cuenta de las aspiraciones modernas a la igualdad y la solidaridad, como si la búsqueda de estos valores hubiera encontrado su realización en el Estado benefactor y resultaran por tanto incompatibles con la brega por la libertad, la creatividad, el riesgo y la iniciativa. Como hemos querido decir, el keynesianismo más buscaba asegurar el capitalismo que librar la igualdad por motivos éticos. Y en lo que respecta a la solidaridad, ocurre con ella lo que con la libertad: que no puede ser impuesta. ¿Será bastante poderoso el Estado para obligar a ser solidario a quien no quiera serlo? Tendrá que hacerlo, pues si se empecina en la imposición no sólo no logrará una ciudadanía solidaria sino una alérgica a la solidaridad. Si el Estado fiscal es el que recauda los impuestos por ser el dueño de los dineros, a él toca resolver los problemas sociales, obligación de presunta “solidaridad”; bastante hace al ciudadano -sigue pensando el hombre de la calle- con desembolsar la parte alícuota cuando le llega el plazo, para que le anden reclamando un plus de solidaridad. Que pague el que cobra -concluye el contribuyente-, y no el que ya ha pagado antes. Y es que la solidaridad, como la libertad, es cosa de los hombres, no de los Estados. Pueden los Estados diseñar un marco jurídico en que ejercite su libertad quien lo desee, en que sea solidario quien así lo quiera. Pero deber intransferible de cualquier Estado de derecho que hoy quiera pretenderse legítimo -y hoy lo son casi todos los de la Union Europea- es asegurar universalmente los mínimos de justicia, y no intentar arrebatar a los ciudadanos su opción por la solidaridad; satisfacer los derechos básicos de la segunda generación, y no empeñarse en garantizar el bienestar. Decía P.J.A. Feuerbach que la felicidad es cosa del hombre, no del ciudadano, y yo quisiera puntualizar por mi cuenta y riesgo que los mínimos de justicia son de los Estados, mientras que el bienestar págueselo cada quien de su peculio. La cuestión estriba entonces en delimitar qué necesidades y bienes básicos han de considerarse como mínimos de justicia, que un Estado social de derecho no puede dejar insatisfechos sin perder su legitimidad.

Del Estado del bienestar al Estado de justicia.

En su ensayo En torno al tópico: “tal vez eso sea correcto en teoría pero no sirve para la práctica” y concretamente en la II parte, escrita explícitamente contra Hobbes, intenta Kant mostrar, entre otras cosas, que la felicidad no puede ser un fin de la razón práctica aplicada esta vez al derecho político porque misión del Estado es asegurar un marco jurídico basado en los principios de libertad, igualdad e independencia, y no procurar a los súbditos una felicidad que ellos son muy dueños de procurarse a su modo. Precisamente la libertad como principio legal tiene una doble faz ya que consiste en “no obedecer a ninguna otra ley más que a aquella a la que he dado mi consentimiento”, y también en que “nadie me puede obigar a ser feliz a su modo (tal como él se imagina e bienestar de otros hombres), sino que es lícito a cada uno buscar su felicidad por el camino que mejor le parezca, siempre y cuando no perjudique la libertad de los demás para pretender un fin semejante”. El primer concepto de libertad reclama a mi juicio la participación de os ciudadanos en la cosa pública; el segundo condena el paternalismo político, en virtud del cual los gobernantes deciden en qué consiste el bien del pueblo sin contar con él. Ciertamente el término “felicidad” es un término polisémico y ya Aristóteles anunciaba que no todos lo entienden de igual modo pero parece bastante claro que Kant lo identificaba con el bienestar es decir con el conjunto de todos los bienes sensibles a los que puede aspirar un hombre. Y si cifrar en el bienestar la meta del derecho político le parecía corromper los fundamentos mismos del Estado de derecho, se debía entre otras cosas al hecho de que el bienestar sensible sea un ideal de la imaginación, y no de la razón. ¿Qué significa esto? Significa que si como ha venido a ocurrir en el Estado benefactor, el fundamento del orden politico y económico y su fuente de legitimidad es el individuo con sus deseos psicológicos -es decir, el bienestar- y no la persona con sus necesidades básicas -es decir, la justicia-, ningún Estado imaginable será capaz de satisfacer tales deseos porque son infinitos; ninguno podrá ser, por tanto, egítimo. Y además todos correrán el riesgo de ser injustos, porque en la indefinida maraña de deseos individuales que componen el bienestar, tenderán a atender aquellos que proporcionan votos, y no los que son exigencias básicas de justicia. Por eso, a mi juicio, es sumamente desafortunada la expresión que aparece en el Artículo 25 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948: “toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar”, si bien a continuación queda mejor aclarado qué se incluye en tal derecho (alimentación, vestido, vivienda, asistencia médica y los servicios sociales necesarios, seguros en caso de desempleo, enfermedad, invalidez, viudez, vejez u otros casos de pérdida de sus medios de subsistencia, educación, al menos en lo concerniente a la instrucción elemental, etc.) Esto, unido a la declaración en el Articulo 22 de que la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales, es obligatoria “habida cuenta de la organización y los recursos del Estado”, ha hecho de la tabla de derechos de la segunda generación algo así como un conjunto de buenas intenciones, con el que cada Estado puede hacer lo que bien le parezca. Tomando de un lado los deseos que puedan componer el bienestar de los ciudadanos y considerando la satisfacción de cuáles puede proporcionar más votos, queda legitimada cualquier opción electorera. Por eso, es urgente la tarea de intentar determinar en cada Estado qué necesidades considera lo que algunos llaman un mínimo decente, otros, un mínimo absoluto, por debajo de cual no puede quedar ese Estado si pretende legitimidad. Ese mínimo no compone, ni lo pretende tampoco, el bienestar de los ciudadanos, sino que es una exigencia de justicia. El llamado “Estado del bienestar” ha confundido, a mi juicio, la protección de derechos básicos con la satisfacción de deseos infinitos, medidos en términos del “mayor bienestar del mayor número”. Pero confundir la justicia, que es un ideal de la razón, con el bienestar, que lo es de la imaginación, es un error por el que podemos acabar pagando un alto precio: olvidar que el bienestar ha de costeárselo cada quien a sus expensas, mientras que la satisfación de los derechos básicos es una responsabilidad social de justicia, que no puede quedar exclusivamente en manos privadas, sino que sigue haciendo indispensable un nuevo Estado social de derecho -un Estado de justicia, no de bienestar- alérgico al megaestado, alérgico al “electorerismo”, y consciente de que debe establecer unas nuevas relaciones con la sociedad civil. Ese es el tipo de Estado capaz de satisfacer las exigencias planteadas por esa noción de ciudadanía social, que es la que comúnmente se acepta como canónica y a la vez recibe toda suerte de críticas.

La forma ética del Estado, el liberalismo radical.

Afirmar que existen diversas modalidades del liberalismo es algo tan poco original como asegurar que hay distintas formas de socialismo. Sin embago, autores como Dworkin, Charles Larmore o Rawls, han puesto especial empeño en intentar descubrir el núcleo moral del liberalismo, aquella clave que distingue básicamente a un pensamiento liberal. Y han creído encontrarla en la neutralidad del Estado, es decir, en la convicción de un Estado liberal debe ser neutral a las distintas concepciones de hombre y de vida buena mantenidas por los grupos sociales que en él conviven. Lo cual exige practicar una “política de elusión” de las discrepancias: el Estado no puede pronunciarse sobre lo que los hombres son, especificar las características que distinguen a los seres humanos, y pasar a potenciarlas políticamente, porque entonces se pronunciaría por una antropología determinada, tratando a las restantes de forma discriminatoria. A este tipo de liberalismo se denomina “liberalismo político”. El liberalismo político renuncia abiertamente a considerar doctrinas filosóficas como las de Kant o Mill como adecuadas para componer la base ética de un Estado liberal, porque no son en modo alguno neutrales. La filosofía liberal kantiana considera que la esencia de la persona es la autonomía, y Mill subraya el carácter individual de los hombres; características ambas que otros grupos sociales no consideran como definitorias de los seres humanos ni como especialmente valiosas. Tradicionalistas, comunitarios, ciertas sectas religiosas, progresistas colectivistas aprecian poco la autonomía y la individualidad, por eso un Estado liberal neutral -entiende el liberalismo político- debe eludir afirmaciones antropológicas y conformarse con proteger la libertad privada, el bienestar personal y la seguridad de los ciudadanos. Que esta neutralidad sea o no posible no es lo que nos importa ahora, sino más bien intentar averiguar cómo pueden elegir su identidad los ciudadanos en sociedades modernas si el Estado no intenta proteger al máximo su autonomía. Porque así como otras características pueden muy bien quedar al buen saber y entender de cada grupo, la autonomía personal es imprescindible para forjar la propia identidad, sin la que una persona es incapaz de situarse en la vida, saber qué valora realmente y qué no. No se me alcanza cómo podemos tomar en serio que cada individuo es quien debe elegir y negociar su identidad, si no goza de la autonomía suficiente para hacerlo. Y, en ese sentido, entiendo que la forma ética propia del Estado debería ser la de un “liberalismo radical”, dispuesto a defender como irrenunciable para una convivencia pluralista la autonomía de los ciudadanos. Si los sujetos han de elegir su identidad y negociarla, el Estado ha de optar por aquella forma que permita la coexistencia del más amplio número de formas de vida, como es el caso de la defensa de la autonomía, desde la que una persona adulta puede elegir también una forma de vida heterónoma, siempre que el ingreso en ella no sea irreversible. Junto a la libertad privada, el bienestar personal y la seguridad de los ciudadanos, el poder político estaría obligado a proteger su autonomía, lo cual no significa adjurar de la tolerancia, ya que -como hemos dicho- quien desee optar por una forma de vida heterónoma puede hacerlo, siempre que no fuerce a otros y mantenga abierta la posibilidad de abandonarla él mismo. No creo que a este tipo de liberalismo, defensor de la autonomía, se le pueda calificar de “comprehensivo”, porque “comprehensivas” serían las doctrinas que diseñan todo un proyecto de vida buena, serían doctrinas acerca de lo bueno. La autonomía -pese a Rawls- no esboza un proyecto de vida buena, sino que asegura únicamente que cada persona debe forjar su identidad, obviamente con el concurso de los otros que para ella son significativos. A la forma de Estado liberal que proteja la autonomía conviene, pues, más el nombre de “radical” que el de “comprehensivo” ¿Qué papel juega en la configuración de esa identidad elegida la pertenencia a una cultura?

Adela Cortina, Ciudadanos del mundo, Alianza editorial, 2005, Pág. 204-206

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