lunes, 24 de enero de 2011

Los límites de la ciudadanía ateniense

El ideal de un ciudadano participativo, que aprecia la implicación en la cosa pública como la forma de vida más digna de ser vivida, ha seguido inspirado a lo largo de la historia cuantos modelos de democracia participativa han tenido por auténtica democracia únicamente aquella en la que el pueblo gobierna, y también diferentes propuestas de republicanismo cívico. Desde Rousseau, pasando por el boceto marxiano de la Comuna de París, hasta llegar a la democracia participativa de Pateman o Bachrach; desde la politeia aristotélica hasta Hannah Arendt o los comunitarios hodiernos, y muy especialmente, Benjamin Barber, la participación directa en los asuntos públicos es la marca de la ciudadanía. Sin embargo, todos ellos se han visto obligados a superar al menos cuatro de las grandes limitaciones del modelo ateniense originario.

La primera de ellas es el hecho de que la ciudadanía ateniense fuera exclusiva, y no inclusiva. Ciudadanos eran sólo los varones adultos, cuyos progenitores hubieran sido a su vez ciudadanos atenienses, quedando excluidos de tal privilegio las mujeres, los niños, los metecos y los esclavos. En segundo lugar, “libres e iguales” eran sólo los ciudadanos atenienses, no los seres humanos por el hecho de serlo. El universalismo de la libertad es el gran “descubrimiento” moderno. En tercer lugar, la libertad del ciudadano ateniense, lo que Constant llamaría más tarde la “libertad de los antiguos”, consiste en la participación, pero no protege frente a las injerencias de la Asamblea en la vida privada. Por el contrario, la Asamblea puede intervenir en la vida privada, en el quehacer doméstico. Por último, la participación directa -lo que se ha llamado también “democracia congregativa”- sólo es posible en comunidades reducidas, no en los grandes imperios ni en los Estados nacionales. Ésta es una de las razones por las cuales la noción de ciudadanía va desplazándose desde la participación activa a la protección: el ciudadano es aquel al que la comunidad política protege legalmente, más que aquel que participa directamente en los asuntos públicos. Así lo reconocerá el mundo romano, que extiende su imperio a toda la tierra conocida. Pero antes de entrar en él, conviene recordar hasta qué punto el retrato del ciudadano ateniense, diseñado por Pericles y Aristóteles, no pasa de ser un ideal, desmentido por algunas observaciones del propio Aristóteles, y que sólo el tiempo ha convertido en un mito.

Adela Cortina, Ciudadanos del mundo, Alianza Editorial, 2005, págs. 49-51

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