lunes, 24 de enero de 2011

¿Tienen todas las culturas igual dignidad?

¿Tienen todas las culturas igual dignidad?

En su libro sobre multiculturalismo plantea Taylor un segundo problema, ligado estrechamente al de la forja de la identidad personal: la cuestión de si puede decirse que todas las culturas son iguales en dignidad como razón para que no se les deje perecer. En realidad -viene a decir Taylor con razón- cuando una persona se identifica desde una cultura y exige que esa cultura se proteja, no desea simple condescendencia con ella, no desea sólo que se le deje vivir aunque se la considere inferior, sino que está pidiendo que se reconozca a su cultura una dignidad. ¿Podría decirse entonces que todas las culturas son igualmente dignas, puesto que lo son las personas que cobran su identidad desde ellas? Esta cuestión, a mi juicio, puede abordarse desde distintos ángulos, con muy diferentes resultados. Desde una perspectiva estrictamente jurídica se puede decir que el problema no es de dignidad, sino de derechos de las personas a poder seguir identificandose con su cultura, derechos que un Estado liberal debería proteger. En tal caso o bien reconocemos ya ciertos derechos a las minorías culturales, sea cual fuere el valor de su cultura (Kymlicka) con tal de que no presionen a su miembros internamente. O bien invitamos a los distintos grupos a que luchen por el reconocimiento de sus derechos que es lo que a fin de cuentas hace Habermas. Sólo que en este caso nos conformamos con la facticidad, con la “fuerza de los hechos”, más que con la validez, con la auténtica racionalidad, porque los grupos potentes lograrán el reconocimiento, los débiles, no. Y es que enfocar los problemas sólo desde el derecho tiene inconvenientes como éstos, y además es un modo de proceder que nos sumerge sin remedio en el ámbito de las colisiones. En efecto determinadas culturas mantienen prácticas que el liberalismo considera intolerables, como puede ser la discriminación de la mujer, la negativa a que los niños reciban a determinada edad una educación que no sea la dada por el grupo exclusivamente, etc. En tales casos las discusiones jurídicas se desplazan a ese espinoso terreno del “¿hasta donde?” siempre conflictivo, porque si hemos reconocido que los individuos de esas culturas cobran su identidad a través de ellas y que ésa es la razón por la que queremos defenderlas reconociendo derechos colectivos, nos hemos quedado sin argumentos coherentes con nuetra posición para prohibir determinadas prácticas. Por eso yo propondría enfocar la cuestión de la supervivencia o no de las culturas desde una perspectiva no primariamente jurídica sino hermenéutica y ética, enraizada en el mundo de la vida. Para eso conviene recordar en primer lugar algunos rasgos de la naturaleza de las culturas. En principio, la idea de la pureza de las culturas y de la presunta incompatibilidad de los ideales de vida buena que presentan resulta descabellada. Cada cultura es, en realidad, muticultural, igual que cada uno de nosotros es, en realidad, multicultural.

Las culturas, igual que las tradiciones nacen se transforman y pueden morir cuando carecen de capacidad para responder a los nuevos retos que el entorno plantea. Pero no nacen y se transforman radicalmente separadas entre sí sino todo lo contrario. Algunas nacen de otras o bien se transforman cuando se sienten incapaces de responder al entorno, tomando de otras elementos que resultan más apropiados para hacer frente a los nuevos retos. La “fusión de horizontes” de que habla Gadamer es una realidad y una cultura muestra su superioridad frente a otras en algún punto cuando las restantes se sienten obligadas a tomar elementos de ella para responder a los retos sociales, porque no encuentran en su propio seno elementos suficientes; no cuando tratamos de determinar a priori cuál de ellas es superior a las restantes.

Por eso entiendo que no se trata de averiguar si las culturas tienen o no una dignidad igual, o si hay culturas inferiores y superiores. Más bien sería aconsejable tomar como punto de partida para continuar más adelante aquella afirmación de Taylor, según la cual “se necesitaría una arrogancia suprema para descartar a priori la posibilidad de que las culturas que han aportado un horizonte de significado para gran cantidad de seres humanos de diveros caracteres y temperamentos durante un largo periodo -en otras palabras, que han articulado su sentido del bien, de lo sagrado, de lo adirable- tengan algo que merezca nuestra admiración y nuestro respeto, aun si éste se acompaña de lo mucho que debemos aborrecer y rechazar.” En efecto, en las diferentes culturas también en la propia encuentra cada persona rasgos respetables, rasgos “a proteger” y otros indeseables. Un occidental muy bien puede calificar de indeseables rasgos de una cultura sin tiempo para lo importante, sólo para lo urgente, embarcada en un presunto progreso indefinido, que nunca puede obstruirse con una ley “de punto final” dispuesta a destruir la ecoesfera con tal de aumentar el bienestar de unos pocos, ciega ante el hambre de buena parte de la humanidad. A fin de cuentas la autocrítica es un buen camino hacia la sabiduría. Pero ¿no sería todavía mejor recurrir también a otro procedimiento para descubrir los rasgos respetables, los indeseables y los que universalizamos? ¿No sería bien prometedor acudir a un diálogo intercultural, que en realidad ha existido desde siempre y sigue existiendo? Ciertamente mantener y fomentar el diálogo intercultural de modo que no se pierda riqueza humana es un deber para cualquier sociedad que se tome en serio a sus propios ciudadanos y a los ciudadanos del mundo. Por eso considero que, frente a lo que cree Habermas entre otros sí importa preguntarse por el valor de las culturas porque no andamos tan sobrados de riqueza humana como para aceptarlas o rechazarlas sólo en virtud de la fuerza que tengan sus defensores. Atender a las fuerza es justo lo contrario de atender a la razón.


Etica intercultural.

La ética discursiva se inscribe ella misma en una antigua tradición dialógica, que -en fidelidad a una tradición judía- valora sobremanera el lugar de la palabra en la vida humana, y concretamente de la palabra puesta en diálogo, a la búsqueda cooperativa de la verdad y la justicia. Detectar en esta valoración del diálogo los trazos del socratismo no es difícil, como tampoco lo es descubrir en la ética del discurso al menos tres nuevos jalones: uno religioso, la convicción cristiana de que el espíritu se revela en comunidad, y otros dos de raigambre filosófica, la afirmación kantiana de que sólo son exigencas morales aquellas que pueden ser universalizadas y la hegeliana de que cada individuo deviene persona a través del reconocimiento del que otros le hacen objeto. Inscrita en el contexto de estas tradiciones, descubre la ética del discurso un rasgo al menos de la moralidad humana: que no podemos tener por justa una norma si no podemos presumir que todos los afectados por ella estarían dispuestos a darla por buena tras un diálogo celebrado en condiciones de simetría. Las normas que favorecen únicamente los intereses de un grupo o de varios, en detrimento de los restantes, son normas injustas, y la sociedad que se orienta por ellas sin pretender una transformación, es a su vez una sociedad injusta.

Ciertamente es ésta una afirmación cuyo origen en distintas tradiciones hemos puesto sobre el tapete con toda claridad. Pero sea cual fuere el origen importa a la filosofía dilucidar si hay razón suficiente para defender semejante aserto, cosa que los defensores de la ética del discurso hacen en sus trabajos y que aquí resumiremos en una sencila prueba: la de emprender una discusión pública a nivel mundial sobre cuando las normas son justas, y comprobar si algun grupo o pais se atreve a sostener con argumentos que son justas las normas que favorecen intereses grupales en detrimento de las restantes personas. Constataremos por contra como todos los interlocutores intentaran mostrar lo que defienden responden a intereses universalizables aunque en la práctica pueda descubrirse que existe una auténtica incoherencia entre su discurso y su acción. En el nivel de la racionalidad, en el de los argumentos parece difícilmente superable la afirmación de que las normas son justas cuando favorecen intereses universalizables como también resultan difícil dejar de reconocer que cada uno de los afectados por la normas es un interlocutor válido que debe ser tenido dialógicamente en cuenta a la hora de establecer normas que le afectan. En el nivel postconvencional en el desarrollo de la conciencia moral social en que nos encontramos, quien tiene que ofrecer argumentos para convencer es quien quiera demostrar que son justas las normas que perjudican a un grupo o a varios. El diálogo se convierte, pues, en una exigencia para cualquiera que desee averiguar quqé normas regulaciones e instituciones son justas. Pero este diálogo que en principio afecta a las personas concretas, exige a la vez la comprensión de los diferentes bagajes culturales de los interlocutores en la medida en que constituyen signos de su identidad. ES imposible dilucidar qué intereses son universalizables -y no sólo grupales- sin tratar de entender los factorees por los cuales los interlocutores se identifican. Por eso el diálogo intercultural es no una moda sino una exigencia a priori de la razón pura. La razón humana, a pesar de Kant, no es una razón pura sino impura. Se va forjando a lo largo de la historia a través del diálogo -sea intencionado sea involuntario- entre culturas y tradiciones, entre argumentos y experiencias. Y esta razón exige continuar aumentando el nivel de impureza porque solo del diálogo intercultural, de la comprensión profunda de los intereses de personas con distintos bagajes culturales, pueden surgir los materiales para construir una sociedad justa, tanto política como mundial.

Ahora bien, estar dipuesto a entablar un diálogo significa estar a la vez dispuesto a aceptar la condiciones que le dan sentido. Y desde esta perspectiva ningun interlocutor está legitimado para privar de la vida a sus interlocutores potenciales ni para negarles la posibilidad de expresarse ni para signarles a priori un puesto de inferioridad. Mínimos de justicia serían entonces pues aquellos que precisamos potenciar para que los interlocutores puedan dialogar en pier de igualdad y cualquier rasgo cultural que ponga en peligro la defensa de esos mínimos pertenece al ámbito de lo rechazable y denunciable. No surgen tales mínimos de una tradición política determinada, como la liberal, sino de una racionalidad impura, entrañada en el mundo de la vida de las distintas culturas a fiens de este siglo XX. De ahí que para ir determinándolos sea necesario entablar diálogo reales entre las distintas culturas y no imponerlos desde una cultura politica determinada. Al Estado corresponde entonces asegurar desde el marco del liberalismo radical al que antes nos hemos referido, un espacio publico autónomo en el que entablen un dialogo abierto a los diferentes grupos culturales y las diversas asociaciones de distinto cuño. A través del diálogo deberían, no solo luchar por el reconocimiento de sus derechos sino sobre todo estar dispuestos a aclarar responsablemente qué aportaciones realiza su propuesta para un crecimiento de la riqueza humana porque las culturas en el sentido amplio en que las hemos descrito son tradiciones de sentido; no sólo del sentido de la justicia sino también del sentido de la vida. Ponerlas en diálogo es una exigencia de justicia y una necesidad vital en sociedades en que el sentido es un recurso tan dolorosamente escaso.

Adela Cortina, Ciudadanos del mundo, ibid, págs 206-216

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