domingo, 23 de enero de 2011

Jürgen Habermas, cuán racional es la autoridad del deber

Una ley es válida en sentido moral si puede ser aceptada por todos desde la perspectiva de cada cual. Puesto que sólo las leyes “universales” cumplen la condición de regular una materia en igual interés de todos, la razón práctica se hace valer en este momento de universalizabilidad de los intereses considerados en la ley. En consecuencia, una persona acepta el punto de vista moral si como legislador democrático hace un examen de conciencia acerca de si la práctica que resultaría del seguimiento universal de una norma hipotéticamente ponderada pudiese ser aceptada por todos los posibles interesados en tanto colegisladores potenciales.

En el papel de colegislador todos participan en una empresa cooperativa y con ello aceptan una perspectiva ampliada intersubjetivamente desde la que se puede examinar si una norma conflictiva puede ser universalizable desde el punto de vista de cada interesado. En esta deliberación se ponderan también razones pragmáticas y éticas que no pierden su relación interna con la constelación de intereses y la autocomprensión de cada persona individualmente considerada. Sin embargo, estas razones relativas al actor no cuentan ya como motivos y orientaciones de valor de las personas individuales, sino como contribuciones epistémicas a un discurso en el que se examinan normas y que tiene lugar con el objetivo de lograr un acuerdo. No basta para ello aquel uso egocéntrico, y que procede monológicamente, del test de universalización representado por la Regla de Oro, puesto que una práctica de legislación sólo se puede ejercer en común.

Las razones morales vinculan la voluntad de un modo diferente a como lo hacen las razones pragmáticas y éticas. Tan pronto como la autovinculación de la voluntad adopta la forma de la autolegislación, voluntad y razón se interpenetran completamente. Kant llama “libre”, por tanto, solamente a la voluntad autónoma y determinada por la razón. Libre actúa únicamente quien determina su voluntad por el juicio acerca de lo que todos pueden querer: “Solamente un ser racional tiene voluntad, esto es, la facultad de actuar según la representación de la ley, es decir, según principios. Puesto que para la deducción de las acciones a partir de leyes se precisa razón, la voluntad no es otra cosa que razón práctica”. Por cierto que todo acto de autovinculación de la voluntad adopta la forma de la autolegislación, voluntad y razón se interpenetran completamente. Kant llama “libre”, por tanto, solamente a la voluntad autónoma y determinada por la razón. Libre actúa únicamente quien determina su voluntad por el juicio acerca de lo que todos pueden querer: “Solamente un ser racional tiene voluntad, esto es, la facultad de actuar según la representación de la ley, es decir, según principios. Puesto que para la deducción de las acciones a partir de leyes se precisa razón, la voluntad no es otra cosa que razón práctica”, Kant. Por cierto que todo acto de autovinculación de la voluntad axige razones de la razón práctica; pero no se han cancelado todos los momentos de coacción, la voluntad no es verdaderamente libre, mientras sigan todavía en juego determinaciones subjetivas casuales de la misma y la voluntad actúe no sólo por razones de la razón práctica.

La normatividad que dimana de la capacidad de autovincular la razón per se no tiene todavía ningún sentido moral. Cuando alguien que actúa hace suyas reglas técnicas de la habilidad o consejos pragmáticos de la sagacidad, determina ciertamente su arbitrio por medio de la razón práctica, pero las razones tienen fuerza determinante sólo en relación con preferencias y fines casuales. Esto vale en otro sentido también para las razones éticas. La autenticidad de las vinculaciones valorativas va más allá del horizonte de la mera racionalidad instrumental subjetiva; pero, a su vez, las valoraciones fuertes obtienen su fuerza objetiva, determinadora de la voluntad, sólo en relación con experiencias, prácticas y formas de vida que son casuales, aunque intersubjetivamente compartidas. En ambos casos los respectivos imperativos y recomendaciones sólo pueden pretender una validez condicionada: valen una vez propuesta la constelación de intereses subjetivamente dada o las tradiciones intersubjetivamente compartidas.

Las obligaciones morales obtienen su validez incondicionada o categórica porque se deducen de leyes que, cuando la voluntad se compromete con ellas, la emancipan de todas las determinaciones casuales y al mismo tiempo la funden con la razón práctica misma. Y ello porque, a la luz de estas normas fundamentadas desde el punto de vista moral, aquellas metas, preferencias y orientaciones de valor, que de otro modo están forzadas desde fuera, se ven sometidas a un juicio crítico. La voluntad heterónoma también puede determinarse por medio de razones a seguir máximas; pero la autovinculación permanece por razones pragmáticas y éticas relacionadas con constelaciones de intereses dados y orientaciones valorativas dependendientes del contexto. La voluntad se ha ibrado de determinaciones heterónomas tan sólo cuando, desde el punto de vista moral, ha sido examinada su compatibilidad con los intereses y orientaciones de valor de todos los demás.

La contraposición abstracta entre autonomía y heteronomía estrecha, sin duda, la perspectiva en el sujeto individual. Basándose en los supuestos trascendentales de fondo, Kant adscribe la libre voluntad a un yo inteligible integrado en el reino de los fines. Por tanto, pone la autolegislación, que en su sentido político originario es una empresa cooperativa en la que el individuo sólo tiene una “participación”, de nuevo entre la competencias exclusivas del individuo. El imperativo categórico se dirige de modo no casual a una segunda persona del singular, y da la impresión de que cualquiera podría emprender por sí mismo, en su foro interno, el exigible examen de las normas. De hecho, empero, la aplicación reflexiva del test de universalización precisa de una situación de deliberación en la que todos los demás para examinar si una norma podría ser querida por todos desde el punto de vista de cada cual. Esta es la situación de un discurso racional dirigido al entendimiento en el que han participado todos los interesados. Esta idea de un entendimiento discursivo también impone al sujeto que juzga en solitario mayores cargas que un test de universalización que se deba realizar monológicamente.

La reducción individualista del concepto de autonomía, concepto que se había establecido intersubjetivamente, puede verse bien en el hecho de que Kant no puede distinguir suficientemente los planteamientos éticos de los pragmáticos. Quien se toma en serio las cuestiones de autocomprensión ética choca con aquella obstinación cultural, que requiere interpretación, de las comprensiones del yo y del mundo históricamente variables de los individuos y los grupos. Kant, que fue un hijo del siglo XVIII y pensaba todavía ahistóricamente, pasa por alto este estrato de tradiciones en el que se forman las identidades. Supone tácitamente que en la formación del juicio moral cada uno se basta con su propia fantasía para ponerse en el lugar del otro. Pero cuando los interesados ya no pueden confiar en la precomprensión trascendental sobre condiciones de vida y constelaciones de intereses homogéneas, el punto de vista moral sólo se puede realizar en condiciones comunicativas que aseguren que todos examinan la aceptabilidad de las normas elevadas a práctica universal también desde la perspectiva de sus propias comprensiones del yo y del mundo. Con ello el imperativo categórico experimenta una interpretación teórico discursiva. En su lugar tenemos el principio discursivo “D”, según el cual sólo pueden ser válidas aquellas normas que podrían suscitar la aprobación de todos los interesados en tanto que participantes en un discurso práctico.

Hemos partido de la cuestión genealógica acerca de si el contenido de una moral del igual respeto y la responsabilidad solidaria para con todos se puede justificar todavía tras la desvalorización de sus fundamentos de validez religiosos. A continuación quiero examinar lo que hemos ganado con la interpretación intersubjetivista del imperativo categórico a la vista de esta cuestión. Aquí tenemos que mantener separados dos problemas. Por una parte, tiene que clarificarse hasta que punto la ética discursiva salva las intuiciones originarias en el universo desencantado de los ensayos de fundamentación posmetafísicos y en qué sentido se puede seguir hablando entonces de validez cognitiva de los juicios y tomas de postura morales. Por otra parte, se plantea la cuestión principal de si una moral precedente de la reconstrucción racional de intuiciones transmitidas que primero fueron de carácter religioso permanece atrapada desde el punto de vista del contenido en su contexto de procedencia a pesar de su carácter procedimental.

Jürgen Habermas, Facticidad y validez, 1992.

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