domingo, 23 de enero de 2011

los límites dentro del espacio público

Los conceptos de esfera de la opinión pública política y de sociedad civil que hemos introducido tienen referentes empíricos y no representan puramente postulados normativos. Pero para hacer una traducción sociológica con ayuda de estos conceptos de la lectura que hemos propuesto de la democracia radical en términos de teoría del discurso, y para reformular esa lectura de modo que resulte “falsable”, hay que introducir algunos supuestos más. Trataré de hacer plausible que la sociedad civil puede en determinadas circunstancias cobrar influencia en el espacio de la opinión pública, operar a través de opiniones propias sobre el complejo parlamentario (y sobre los tribunales) y obligar al sistema político a reternar a asentarse sobre la circulación oficial del poder. La sociología de los medios de comunicación de masas nos ofrece, ciertamente, una imagen bastante escéptica de los espacios públicos de las democracias occidentales, dominados por los medios de comunicación. Los movimientos sociales, las iniciativas ciudadanas y los foros de ciudadanos, las asociaciones políticas y otro tipo de asociaciones, en una palabra: las agrupaciones de la sociedad civil son, ciertamente, sensibles a los problemas, pero las señales que emiten y los impulsos que dan son por lo general demasiado débiles como para provocar a corto plazo procesos de aprendizaje en el sistema político o para reorientar los procesos de toma de decisiones.

En las sociedades complejas el espacio de la opinión pública constituye una estructura intermediaria que establece una mediación entre el sistema político, por un lado, y los sectores privados del mundo de la vida y los sistemas de acción funcionalmente especificados, por otro. Representa una red extraordinariamente compleja que se ramifica espacialmente en una pluralidad de espacios internacionales, nacionales, regionales, municipales, subculturales, que se solapan unos con otros; que, en lo que a contenido se refiere, se estructura conforme a puntos de vista funcionales, centros de gravedad temáticos, ámbitos políticos, etc. en espacios públicos más o menos especializados, pero todavía accesibles a un público de legos (por ejemplo, en opiniones públicas relacionadas con la divulgación científica y la literatura, las iglesias y el arte, el movimiento feminista y los movimientos “alternativos”, o relacionados con la politica sanitaria, la politica social y la política científica); y que, en lo tocante a densidad de la comunicación, a complejidad de su organización y a alcance, se diferencia en niveles, desde los niveles episódicos que representan el bar, el café o los encuentros y conversaciones en la calle, hasta el espacio público abstracto, creado por medios de comunicación, que forman los lectores, oyentes y espectadores aislados o diseminados por todas partes, pasando por espacios públicos caracterizados por la presencia física de los participantes y espectadores, como pueden ser las representaciones teatrales, las reuniones de las asociaciones de padres en las escuelas, lso conciertos de rock, las asambleas de los partidos y congresos eclesiásticos. Pero pese a estas múltiples diferenciaciones todos esos espacios parciales de opinión pública, constituidos a través del lenguaje ordianrio, permanecen porosos los unos para los otros. Los límites sociales internos rompen y fragmentan ese texto uno “del” espacio público, que se extiende radialmente en todas las direcciones y cuya escritura prosigue sin cesar, lo rompen y fragmentan, digo, en múltiples textos pequeños para los que entonces todo lo demás se convierte en contexto; pero siempre pueden construirse de un texto al otro puentes hermenéuticos. Los espacios púbicos parciales se constituyen con ayuda de mecanismos de exclusión; pero como los espacios públicos no pueden llegar a formar ni organizaciones ni sistemas, no hay ninguna regla de exclusión sin cláusula de denuncia.

Con otras palabras: los límites dentro del espacio público general, definido por su referencia al sistema político, permanecen en principio permeables. Los derechos a una inclusión irrestricta y a la igualdad, que venían inscritos en los espacios públicos liberales, impiden mecanismos de exclusión de tipo foucaultiano y fundan un potencial de autotransformación. Ya los discursos universalistas del espacio público burgués no pudieron inmunizarse en el curso del siglo XIX y del siglo XX contra una crítica procedente del interior. Con esos discursos pudieron conectar, por ejemplo, el movimiento obrero y el feminismo para quebrar las estructuras que habían empezado constituyéndolos como “lo otro” de un espacio público burgués.

Ahora bien, cuanto más el público, reunido ahora a través de los medios de comunicación, incluye a todos los miembros de una sociedad nacional o incluso a todos los contemporáneos y cuanto más abstracta es la forma que, correspondientemente, adopta tanto más netamente se diferencian los roles de los actores que aparecen en a escena, de los roles de los espectadores que miran desde la galería. Aun cuando el “éxito de quienes actúan en el ruedo depende en última instancia del juicio de quienes miran desde las gradas”, plantéase la cuestión de qué grado de autonomía tienen los posicionamientos de afirmación o negación del público, la cuestión de si reflejan un proceso de convicción o no reflejan más bien un proceso de poder más o menos encubierto. La plétora de investigaciones empíricas no permite ninguna respuesta concluyente a esta cuestión cardinal. Pero la cuestión puede, al menos, precisarse si se parte del supuesto de que los procesos de comunicación pública pueden efectuarse de forma tanto menos distorsionada, cuanto más abandonados quedan a la lógica y dinámica específica de una sociedad civil que nace del mundo de la vida.

De estos actores poco organizados, que por así decir surgen “del” propio público, pueden distinguirse, por lo menos tentativamente, otros actores que se limitan a aparecer ante el público y que de por sí disponen de poder organizativo, de recursos y de potenciales de sanción. Naturalmente, también los actores anclados fuertemente en la sociedad civil dependen del apoyo de “patrocinadores”, que aporten los recursos necesarios en dinero, organización, saber y capital social. Pero estos patrocinadores, ya sean mecenas, ya sean simplemente gente de la “misma cuerda”, no merman necesariamente la neutralidad de las capacidades de aquellos a quienes patrocinan. En cambio los actores colectivos que desde un sistema de acción fundacionalmente especificado influyen sobre el espacio púbico, tienen una base de apoyo propia. Entre estos actores políticos y sociales que no tienen que recurrir a otros ámbitos para buscarse sus recursos, cuento en primer lugar a los partidos establecidos, y profundamente estatalizados, y a las grandes asociaciones de intereses dotadas de poder social; éstas se sirven de los “mecanismos de observación” que son los estudios de mercado y los estudios de opinión y desarrollan ellas mismas un trabajo especializado de publicidad.

La complejidad organizativa, los recursos, la profesionalización, etc., no son, ciertamente, cuando se los considera en sí mismos, indicadores suficientes para distinguir entre acotres “autóctonos” y actores que se limitan a usufructuar los espacios públicos existentes. Tampoco en los intereses representados cabe leer sin más la procedencia de los actores. Más viables son otros indicadores. Así, esos dos tipos de lectores se distinguen en el modo y manera como pueden ser identificados. Mientras que los actores de un tipo pueden ser identificados. Mientras que los actores de un tipo pueden ser identificados. Mientras que los actores de un tipo pueden ser identificados por su proveniencia de determinados ámbitos funcionales como son los partidos políticos o las asociaciones económicas, as representaciones de grupos profesionales o las asociaciones económicas, las representaciones de grupos profesionales o las asociaciones de protección del arrendatario, etc. los actores del otro tipo tienen que empezar produciendo sus propias características identificatorias. Esto, aun cuando vale para todos los actores de la sociedad civil en general, resalta con especial claridad en el caso de los movimientos sociales, que primero han de recorrer una fase de autoidentificación y autolegitimación; incusos después, paralelamente a las políticas orientadas a la consecución de los fines que fuere, han de desarrollar una identity-politics de tipo autorreferencial, han de asegurarse una y otravez de su propia identidad. La cuestión de si los actores se limitan a hacer uso de un espacio público ya constituido o se implican en la reproducción de las estructuras de ese espacio público, es algo a lo que cabe responder también prestando atención a la ya mencionada sensibilidad para los peligros y amenazas a que puedan verse expuestos los derechos de comunicación, así como a la disponibilidad a hacer frente, por encima de los propios intereses de autodefensa, a las formas abiertad o veladas de exclusión y represión de las minorías o grupos marginales. Para los movimientos sociales es, por lo demás, una cuestión de supervivencia el encontrar formas de organización que creen solidaridades y espacios públicos y que, en la persecución de objetivos especiales, permitan a la vez utilizar y radicalizar los derechos de comunicación y las estructuras de comunicación existentes.

Jürgen Habermas, Facticidad y validez, 1992.

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