miércoles, 19 de enero de 2011

la pretensión de universalidad o la filosofía de la sospecha

Pero si la sospecha acerca de la ética no nos libera de ella, ¿qué podríamos decir de la sospecha acerca de su pretensión de universalidad?

La sospecha de Nietzsche y la de Marx parecen ir en esa dirección cuando el primero apunta que la moralidad podría no ser, después de todo, más que un recurso de los impotentes para evitar por medio de ella ser sojuzgados por los poderosos; o cuando el segundo la descalifica como un fraude haciendo ver que -aun así pudiera hablarse de principios morales universales- su puesta en ejercicio dentro de una sociedad concreta acabaría de modo inevitable desvirtuándolos y poniéndolos al servicio de la estrategia de la clase dominante, que tiende a la preservación de su dominio, y ello tanto más fraudulentamente cuanto más hincapié se haga en la presunta universalidad de esos principios.

Ninguna de tales objeciones merece ser tomada a la ligera ni cabe, por lo tanto, despacharlas en un par de palabras. Pero por lo que a mí respecta, me inclino a sospechar -también puedo tener modestamente derecho a la sospecha- que tanto la una como la otra se enderezan a poner de relieve que la pretensión de universalidad no es exactamente lo mismo que la universalidad consumada más bien que a arruinar la pretensión en sí de universalidad.

Al fin y al cabo, tanto el "superhombre" nietzscheano como el "hombre genérico" marxista pertenecen a la misma familia del "hombre en cuanto hombre". Y todo lo que Marx y Nietzsche advierten es que las condiciones para su respectiva instauración no están dadas cuando ambos escriben, como por lo demás la propia historia de la ética se había encargado ya de demostrar cumplidamente para entonces.

La fuente de inspiración de Marx parte de la formulación del mito de la identidad de este modo: "Sólo cuando el hombre individual reabsorba al ciudadano abstracto del Estado, sólo cuando el individuo haya reconocido y organizado sus forces propres como fuerzas sociales y, en consecuencia, no vuelva nunca a separar de sí mismo la fuerza social bajo la forma de fuerza política, sólo entonces se habrá dado cima a la emancipación humana". ¿Cómo no reparar en que la alusión, en francés, a las "propias fuerzas" del hombre constituye una cita literal de Rousseau, se trata de un texto literalmente impensable sin Rousseau.

Pues dejando a un lado a Aristóteles -que nunca tuvo pese a alguna apariencia mas bien superficial, veleidades contractualistas y se opuso firmemente al convencionalismo político de los sofistas- y a Marx -que pasa por un resuelto crítico del contractualismo, lo que no empece a su estrecha vinculación, aun si inconfesada, con el pensamiento rousseauniano-, ¿qué es Rousseau además de lector atento de Aristóteles y precursor de Marx en más de un punto, sino un teórico -y hasta el teórico por antonomasia- del contrato social?

La visión del mundo del teísta moral con que cierra su libro la ética de Kant, una visión del mundo que, mutatis mutandi, Kant no pudo prever en lo que Marx y Freud tendrían que decir acerca de la condición humana.

La moralidad, como toda forma de cultura, comporta esencialmente la inhibición de las inclinaciones naturales de los hombres; y habría que preguntarse si el precio pagado por su imposición en represión -y, en definitiva, en insania mental- no es demasiado alto, cualesquiera que sean las ventajas que haya podido reportar. ¿No obraríamos cuerdamente, en consecuencia, olvidándonos del adjetivo "bueno" y sobre todo, de su contrario, el adjetivo "malo"- y tratando de esta manera de recuperar la inocencia perdida?

La síntesis en cuestión entre el rotundo objetivismo de la concepción marxiana del desarrollo de las fuerzas productivas y el no tan rotundo, aunque argüible, intersubjetivismo de la del desarrollo de las relaciones sociales de producción no se consuma tanto en Marx cuanto en el marxismo posterior, dentro de lo que se destaca como la revisión crítica del marxismo aportada por la escuela de Frankfort, tanto de los clásicos de la misma, como Horkheimer, Adorno, Marcuse como de sus epígonos, como Habermas, en el caso de su Teoría de la acción comunicativa.

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