martes, 18 de enero de 2011

más Antígona y más ley, la ley del nacer

Antígona es una heroína raptada, como Perséfone, por la tierra y devorada también por los infiernos del alma humana. Y su despertar es una conciencia que desciende hacia lo hondo.

Antígona es mediadora entre la naturaleza y la historia, como si algo de lo divino de la naturaleza debiera encarnar la humana historia.

La desobediencia acarrea para Antígona su propia muerte: condenada a ser enterrada viva, evita el suplicio ahorcándose. Por otra parte, Hemón, al ver muerta a su prometida, tras intentar matar a su padre, se suicida en el túmulo, abrazado a Antígona; mientras tanto, Eurídice, esposa de Creonte y madre de Hemón, se suicida al saber que su hijo ha muerto.

Se mira la tragedia clásica sobre la luz de sus personajes, que son personajes que no terminan de nacer o que nacen, como en Edipo, pero falla algo en su destino, y por eso tienen que ser sacrificados. En verdad se empiezan a extraer conclusiones, que lo son sobre todo de algunos sueños reveladores, como visiones, y se juega con esas realidades soñadoras. A Antígona se la ha considerado una defensora de los derechos naturales también, de los derechos humanos, es por tanto un personaje destacado en la ciencia jurídica.

De ambos mitos, el de Antígona y el de Edipo, lo que me interesa a través de ellos, es reflexionar sobre cómo los seres vivos despiertan a la conciencia para poder ver su realidad, se diría que todos los personajes están ciegos. Si Edipo se casa con Yocasta es para ser rey, entre otras cosas, todos están cegados por la acción. Y Antígona precisamente que es el personaje que permanece pasivo es el que arroja más luz sobre todos ellos, incluso sirve de guía o de camino para su padre Edipo ya ciego.

En Antígona está también el llanto de la virginidad que fecunda sin ser fecundada. Una metáfora -que señala la filósofa María Zambrano- la de la virginidad y una categoría de ser, que sólo pasando por su no-ser se da. Edipo es el fuego que llora o el llanto del fuego. Y así todos los protagonistas de la tragedia cuando han apurado de alguna forma su pasión, se asimilan a algún elemento de la naturaleza, dice María Zambrano. El fruto de la tragedia no es un conocimiento, tal como el conocimiento es entendido, un saber adquirido. Se aparece más bien como el medio que se necesita para crear, para que el hombre siga naciendo.

La conciencia del conocimiento ha cumplido en realidad este viaje descendiendo hasta los infiernos de la historia, del alma humana donde el personaje y su conflicto gemían aprisionado, privado del tiempo y de la luz, pues que no puede darse luz sin dar tiempo.

"Ella no es la conciencia del pensamiento, ella es la conciencia nacida, como todo lo que nace del sacrificio que viene. Desde la conciencia moral no necesita discernir ni valorar, ella es una conciencia viviente, una conciencia temporal, que muestra su lugar propio. Aquí los mismos dioses aparecen limitados en el plano del tiempo, el mismo Creón. Es la ley divina, al parecer, pues en el mismo instante que un dios debía aparecer, estuvo ella sola, nadie aparecía. Los mismos dioses viven en un tiempo remoto del que no pueden descender para hacerse presentes, así como los reyes viven en un presente fugitivo" (María Zambrano, La tumba de Antígona, 1967).

Y la presencia de Antígona tendrá que ser actualidad, una y otra vez, como el despertar. Como cada sacrificio a la luz del que nace.

Los consumidos, los transformados por el sacrificio, la han olvidado, porque su acción sólo es en apariencia voluntaria, su acción abre la vía de la libertad, ella es otra ya, su voluntad no puede cambiarla, transformada, al entrar viva en la sepultura, es el sueño de los otros, es la ley o su pesadilla, quienes les condenan. Ella es la entera vigilia, ya que sacrificio es la consunción de la vida en una acción del ser.

Pero para llegar al sentido total que la figura simbólica contiene, no le bastaba la inocencia de su perfecta virginidad, tuvo que llegar a la palabra, hacerse pensamiento. Tuvo que ser conciencia pura y no sólo inocente.

Con la palabra ella puede trascender a la historia, sin romper el sueño, trascender no es romper sino extraer del conflicto una verdad válida universalmente, necesaria para ser revelada a la conciencia.

El mito de Antígona -dirá María Zambrano en El sueño creador,(1965)- se parece a la doncella que va y viene por agua a la fuente, y que en algunos pueblos saben que no se casa, pero no se pierde tampoco. Y que simboliza eso, la virgen sacrificada que algunos pueblos necesitan sacrificar. Y no se pierde Antígona pues ella se derrama en vida pero de forma trascendente, ello también pasa con Juana de Arco.

Antígona es la imagen de la doncella pero también ella es fuente, fuente de libertad. La vida que da no a un ser humano sino a la conciencia de todo hombre. Vida no contaminada sino que vivifica.

Y Edipo no soñó otra cosa que con coronarse, como suele el mendigo. Y el hombre es el mendigo de su propio ser. Si soñó Edipo con su madre fue por estar ya dentro de ella. Uno de esos sueños que transparentan una situación real y no un deseo. Una pesadilla del pasado. Y en ese sentido también está dentro de la madre todo el que no se desprende del pasado. Y puede haber en ello una cierta libidinosidad, el goce de la inercia, el apego a la resistencia material, donde el alma tiende a asimilarse a la materia. Como en los sueños, suprema pasividad.

¿Quién no ha querido matar a su padre?, dice Dostoievski; todos, todos los que han fallado al nacer y no se disponen a seguir naciendo interminablemente. En el tiempo sucesivo, el caso de Edipo resulta simplemente monstruoso. Si Edipo hubiera ya nacido y nacido ya, se condujera así, Edipo deja de ser el “inocente-culpable” y es sólo un condenado a muerte, según vienen todavía a ser condenados los inocentes-culpables de hoy.

El tiempo sucesivo que la conciencia presta se ha de abrir, en su sueño todavía encerrado en ese personaje larvado de su infratemporalidad, porque sólo desde la supratemporalidad que concede la lucidez es visible la conciencia de la infratemporalidad.

Y la némesis es la justicia del ser sin más, cuando ha sido burlado, y todo lo que hay bajo ella sucede en ciega fatalidad. Actúa entonces la némesis vengadora, la esfinge resulta ser una burla, pues es la figura del mismo Edipo que en ella se reconoce.

La invitación a la anagnórisis, al conocimiento, a la revelación, cuando aún había algún tiempo, pero sucede que nos vemos insertos ante hechos fatales como el nacimiento y la muerte habidos y no vividos desde lo íntimo del ser del humano padecerse, sino desde fuera, desde una visión, la de verse como rey, una encegadora visión, una visión que le está pasando sin cesar y sin permitirle ver ninguna otra cosa.

Y los errores cometidos por el cegado por una visión resultan fatales, consecuencias de haber nacido sin cumplir el movimiento propio del nacer, sin haber nacido de veras. Lo que podrá suceder igualmente, pensamos, con el morir y la muerte.

En el instante de nacer, de los naceres, no hay horizontes, como no lo hay cuando se traspasa el umbral. El movimiento consume la visión, se nace siempre ciego. Mas no fatalmente ciego. En el nacer el ser se lanza más allá del limite que envuelve a la situación en que está y de su horizonte. Adviene entonces la situación trágica como fatum; se crea el círculo mágico.

En ese decisivo instante, está por detenerse o por producirse un error de distinción.

Y hay situaciones que han nacido ciegas, o que han sido lanzadas en ese límite del ser. Edipo rey es sólo una metáfora aquí. Incluso se trata de una inercia, una mala inercia, o de la inhibición fatal de un movimiento esencial o existencial. La inercia que arrastra, desviando al eros fuera de su movimiento trascendente. Edipo no ve que ha de nacer ante todo como hombre, como un personaje que encierra con su máscara al ser del hombre, de la persona en un sueño sin poros, más hermético aún que el sueño inicial.

La tragedia siempre encierra un sueño que va arrastrando desde lejos, desde la noche de los tiempos y que al fin se hace visible. El protagonista de esta tragedia está pegado a su sueño, aunque le suceda en la vigilia.

No podemos estar incesantemente naciendo, ni menos hacia un sueño inicial. Ni las leyes divinas contra la convención de los hombres, ni la virginidad que es a su vez fecundada por la palabra o la conciencia, ni la visión cegadora, ni nada de lo que está inscrito en esta tragedia puede arrastrar alguna figuración nuestra si sólo nos vemos como seres de tiempo y a pesar de cierta luz. Porque no hemos ido detrás de estas tragedias, no hemos desviado la dirección del eros para una trascendencia mayor, porque el pasado remoto resurge, precisamente ahora, la inercia del pasado.

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